Me llamo Ana. Durante años trabajé como modesta bibliotecaria en un pueblo tranquilo, segura de que mi vida seguiría siendo tranquila y sin sobresaltos. Nunca imaginé que un solo encuentro cambiaría mi destino para siempre.
Conocí a David Rodríguez durante una colecta de libros. Era reflexivo, sereno y cautivador. Nunca hubiera imaginado que pertenecía a una de las dinastías más ricas del país, dueñas de un imperio industrial en expansión. David ocultó su herencia porque quería ser apreciado por sí mismo, no por su fortuna. Lo amé a él, nunca por sus millones.
Sus padres, Isabel y Fernando, me detestaron desde el principio. Su frialdad, sus comentarios mordaces, su indiferencia… todo revelaba que en su mundo de élite, un bibliotecario no tenía cabida. Ignoraron nuestra boda, pero a pesar de eso, viví con David durante tres años felices.
Hasta que todo se vino abajo. Una mañana sonó el teléfono: David se había desmayado durante una reunión. Para cuando llegué al hospital, ya no estaba. Solo tenía treinta y dos años. El despojo
El funeral se convirtió en una tortura. Isabel controlaba todos los preparativos, borrando mi presencia como su esposa. Poco después, la humillación se volvió insoportable: camiones frente a mi casa, guardias y una orden despiadada; tenía dos horas para irme.
“Te vas sin nada”, me susurró Isabel.
Me fui destrozada, creyendo que lo había perdido todo: mi esposo, mi hogar, mi familia. Lo que no sabía era que David me había dejado un secreto tan poderoso que podría hacer tambalear el imperio de los Rodríguez.
La verdad oculta
Días después, me llamó un abogado llamado Arturo Pineda. Nos encontramos en un café y, en voz baja, me confesó que el testamento hecho público no era auténtico.
David había preparado un testamento secreto, otorgándome la mitad de su fortuna personal, incluyendo importantes acciones de la empresa.
“Tus suegros enterraron este documento”, explicó Arturo. “Pero por ley, puedes exigirlo”.
En ese momento, algo en mí se endureció para siempre: ya no era la viuda impotente, sino una mujer dispuesta a luchar por lo que me correspondía por derecho.
Primeros pasos
Me mudé al pequeño apartamento de una amiga. Dormía en su sofá, pero me daba igual. Todos los días revisaba los papeles con Arturo. Entre ellos, encontré una grabación de David:
—“Ana, si estás viendo esto, significa que me he ido. Confío en ti por encima de todo. No tengas miedo, la fuerza es tuya”.
Lloré, pero ese mensaje se convirtió en mi mayor motivación.
El enfrentamiento en el tribunal
En la primera vista, vestía traje negro y me temblaban las piernas. Isabel y Fernando estaban sentados allí, arrogantes en su influencia.
—“¿De verdad creen que pueden derrotarnos?”, susurró Isabel con desprecio.
Nuestro abogado reveló el testamento secreto. Por primera vez, noté el miedo en sus rostros. La guerra había comenzado.
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