Soy Daniel, estudiante de tercer año de universidad. Desde que mi madre falleció hace cinco años, mi padre ha vivido solo en el campo. Pensé que permanecería solo para siempre, que nunca se volvería a casar. Pero entonces, una tarde, sonó el teléfono.
“Daniel, vuelve a casa este fin de semana, tengo algo importante que contarte”. La voz de mi padre era baja, firme e inusual.
Me puse nervioso. ¿Algo importante? Papá rara vez hablaba mucho y casi nunca llamaba a menos que fuera para preguntar por mis estudios. Esa noche, no pude pegar los ojos.
El sábado por la mañana, tomé el largo viaje en autobús de regreso a mi pueblo. El viejo camino rural, las hileras de árboles, los tejados desgastados por el tiempo; todo me parecía extrañamente lejano. Cuando entré al patio, la puerta se abrió…
Papá estaba allí de pie. A su lado había una mujer. Por un momento, me quedé paralizado. Mis ojos se posaron en su vientre —redondo, inconfundible— que ocultaba una verdad que no podía negar. Me temblaban los labios, sentía una opresión en el pecho:
—No… esto no puede ser…
La mujer levantó la mirada. Y mi mundo se derrumbó. Era Sophia. Sophia, mi antigua compañera de instituto. Sophia, la chica a la que había adorado en secreto durante toda mi adolescencia, pero a la que nunca me había atrevido a confesarle.
Mis piernas se negaban a moverse, mi mente daba vueltas. La visión que tenía ante mí lo destrozó todo por dentro. Papá dio un paso adelante, nervioso, con los labios entrecortados:
—Hijo… por favor, déjame explicarte…
Pero no pude soportarlo. Las lágrimas me nublaron la vista mientras me giraba y corría, ignorando los gritos desesperados de mi padre a mis espaldas.
Corrí directo a la orilla del río, el lugar donde una vez volé cometas de niño y me senté con mi madre en las tardes ventosas. Me agaché, me agarré la cabeza y grité al viento. ¿Por qué Sophia? ¿Por qué la única persona que había llenado mis sueños silenciosos? Y ahora estaba junto a mi padre, con su hijo en brazos.
Al anochecer, papá me encontró. Se sentó a mi lado, con la voz cargada de edad y tristeza.
“Daniel, sé que esto es duro. Pero ya no puedo ocultarlo. He estado solo durante años, y me sentía insoportablemente solo. Sophia llegó a mi vida por casualidad. Nos apoyamos el uno en el otro. Ella me quiere… y también te quiere a ti.”
Me levanté de golpe, mirándolo a los ojos cansados, con la voz quebrada por el dolor:
—¿Te das cuenta? ¡La amaba! ¡Era mi juventud, mi todo! Y ahora es tu esposa. ¡¿Entiendes lo que eso me hace?!
Papá se quedó paralizado, con los ojos enrojecidos, pero su tono se mantuvo firme.
“No lo sabía. Si lo hubiera sabido… quizá las cosas serían diferentes. Pero Daniel, debes entenderlo: el amor adolescente es solo un recuerdo. Ahora mismo, Sophia y el bebé necesitan una familia.”
Reí con amargura. Sus palabras me atravesaron como una cuchilla.
Al día siguiente, Sophia vino a buscarme. Su voz temblaba, sus ojos buscaban los míos.
—Daniel… lo siento. Sé que alguna vez me cuidaste, pero éramos demasiado jóvenes. Yo también te cuidé, pero nunca pensé que tendríamos un futuro. La vida siguió su curso y, de alguna manera, me condujo hasta tu padre. Nunca quise hacerte daño.
Apreté los puños, con un nudo en la garganta:
—Dijiste que no querías hacerme daño, pero elegiste a mi padre. ¿Sabes lo insoportable que es eso?
Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras se abrazaba a su vientre hinchado para protegerlo. Al observarla, me sentí desgarrado; la ira y la compasión chocaban en mi interior.
Esa noche, abrí el viejo cajón donde guardaba la última carta de mi madre. Su letra, familiar, decía:
“Daniel, solo espero que vivas con bondad, aprendas a amar y valorar a tu familia. Si algún día tu padre se vuelve a casar, perdónalo. No dejes que envejezca solo.” Mis lágrimas empaparon el papel. Se me partió el corazón, pero sus palabras me dieron fuerzas.
El día de la boda, me quedé fuera de la puerta. Papá llevaba un traje modesto. Sophia, con un vaporoso vestido blanco, apoyó suavemente las manos en su vientre. Sentí un doloroso nudo en el pecho. Quería entrar furiosa, gritar “¡No!”. Pero tenía los pies clavados en el suelo.
En cambio, dejé una carta en la puerta:
“No puedo bendecir esto, pero tampoco puedo odiarte. Me voy ahora. Espero que encuentres la felicidad”.
Dándome la vuelta, caminé por la calle. Detrás de mí, la música de la boda se alzaba, cada nota me oprimía el corazón como una piedra.
Mi juventud, mi familia. Todo se derrumbó en ese instante.