Pero no me importaba. La amaba de verdad, no por su riqueza, sino porque estando con ella me sentía en paz, me sentía respetada.
Finalmente, me mudé de casa y celebré una boda pequeña, a la que solo asistieron unos pocos amigos cercanos y algunos empresarios que conocían a Eleanor.
La boda tuvo lugar en su antigua mansión de Portland, Oregón.
La noche llovía a cántaros. Al terminar la fiesta, me senté en la cama con el corazón latiéndome con fuerza.
La puerta del baño se abrió y ella salió con un camisón de seda color marfil, el pelo suelto, desprendiendo una elegancia que nunca antes había visto.
Se sentó a mi lado, sosteniendo tres expedientes inmobiliarios y un manojo de llaves de un Porsche Cayenne flamante.
Me los puso en la mano con voz suave pero firme:
“Ethan, si has elegido este camino, necesitas saber la verdad.
No me casé contigo solo para tener a alguien a mi lado; quería encontrar un heredero”.
Me quedé atónita.
“¿Herencia…? ¿Qué quieres decir?”
Me miró fijamente a los ojos:
“No tienes hijos. Tus decenas de millones de dólares en bienes, si nadie se hace cargo, caerán en manos de parientes codiciosos, esperando a que muera para repartirlos.
Quiero que todo te pertenezca. Pero con una condición.”
El aire en la habitación era denso.
Tragué saliva con dificultad:
“¿Qué condición…?”
Respondió, cada palabra fría pero profunda…
“Esta noche, debes convertirte en mi esposo de verdad.
No solo en el papel.
Si no puedes hacerlo, mañana por la mañana romperé el testamento y cancelaré todos los derechos de herencia.”
Me quedé atónita.
El amor en mí se mezcló de repente con el miedo.
¿Era un desafío o una prueba de honestidad?
Temblé al extender la mano y tocar la fina tela de seda.
La Sra. Eleanor de repente me sujetó la mano con fuerza; sus ojos brillaron con una luz fría.
“Espera, Ethan. Antes de que sigas adelante… necesitas saber un secreto sobre la muerte de mi exmarido.”
Me dio un vuelco el corazón.
El aire en la habitación se congeló.
Se levantó, abrió un cajón, sacó un sobre grueso y lo tiró sobre la mesa.
Dentro había fotos de la escena del crimen, el informe forense y un papel con las palabras temblorosas: “No fue un accidente”.
Me quedé mirando:
“¿De qué estás hablando?”
Me miró fijamente, con la voz entrecortada pero firme:
“Mi exmarido no murió en un accidente de coche… Fue envenenado. Y sé quién lo hizo.”
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