Cuando invité a mi madre a mi baile de graduación para compensar el que se había perdido por criarme sola, pensé que sería un simple acto de amor. Pero cuando mi hermanastra la humilló públicamente delante de todos, me di cuenta de que la noche estaba a punto de convertirse en inolvidable por razones que nadie vio venir.
Tengo 18 años, y lo que ocurrió el pasado mayo aún se reproduce en mi cabeza como una película que no puedo dejar de volver a ver. ¿Conoces esos momentos que lo cambian todo? ¿Cuándo por fin entiendes lo que significa realmente proteger a las personas que te protegieron a ti primero?
Mi madre, Emma, se convirtió en madre a los 17 años. Renunció a toda su adolescencia por mí, incluido el baile de graduación con el que había soñado desde la escuela secundaria. Mamá renunció a su sueño para que yo pudiera existir. Pensé que lo menos que podía hacer era devolvérselo.
Mamá descubrió que estaba embarazada durante su penúltimo año. ¿El tipo que la dejó embarazada? Desapareció en cuanto ella se lo dijo. Sin despedida. Ni pensión alimenticia. Ni curiosidad por saber si heredaría sus ojos o su risa.
Mamá se enfrentó a todo sola después de aquello. Las solicitudes universitarias fueron a la basura. Su vestido de graduación se quedó en la tienda. Las fiestas de graduación se celebraron sin ella. Hacía malabarismos con los niños llorones que cuidaba para los vecinos, trabajaba turnos de noche en una parada de camiones y abría los libros de texto de GED cuando yo ya me había dormido.
Cuando yo era pequeña, a veces mencionaba su “casi baile de graduación” con una risa forzada, como la que usa la gente cuando esconde el dolor bajo el humor. Decía cosas como: “¡Al menos evité una cita terrible para el baile!”. Pero siempre captaba la tristeza que brillaba en sus ojos antes de que redirigiera la conversación.
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