Daniel despertó sobresaltado, el corazón acelerado. No eran simples lágrimas de bebé; era una desesperación profunda. Tres voces pequeñas gritaban al mismo tiempo, implorando brazos, calor, alguien que les diera atención.

Bajó las escaleras corriendo, aún en pijama, y encontró la escena que lo marcaría. Los trillizos estaban en las cunas, rojos de tanto llorar. La puerta de la habitación de huéspedes estaba cerrada, un silencio absoluto detrás de ella. Beatriz, su novia desde hacía seis meses, ignoraba por completo a los niños.
Daniel tomó a los tres en brazos, tratando de calmarlos. Samuel, Gabriel y Elías tenían apenas ocho meses. Huérfanos desde su nacimiento. Él los había adoptado cuatro meses atrás. Era viudo desde hacía dos años. Había construido un imperio tecnológico desde cero, pero nada lo había preparado para criar a tres bebés al mismo tiempo.
Beatriz había llegado a su vida como un rayo de luz. Elegante, cariñosa, siempre con las palabras correctas. Decía amar a los niños, decía querer formar una familia con él. Pero esa noche sembró una duda profunda en su corazón.
En los días siguientes, Daniel empezó a observar.
Beatriz era perfecta cuando había visitas: sostenía a los bebés con sonrisas radiantes, subía fotos conmovedoras a redes, hablaba de maternidad con voz emocionada.
Pero cuando estaban solos, era distinto. En cuanto Daniel llegaba, ella le entregaba a los niños al instante, se quejaba del ruido, del desorden, del olor.
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