Aquel mediodía de verano, Alberto Sáenz, heredero de una de las familias más adineradas de Málaga, conducía lentamente por una carretera costera y solitaria. En el asiento trasero estaba su madre, Doña Elena, paralizada desde hacía dos años tras un accidente cerebrovascular. A su lado, con la cabeza apoyada en sus piernas, iba Bruno, el perro que había acompañado a la familia durante más de una década.
La prensa y la familia siempre habían visto a Alberto como un hijo ejemplar, pero por dentro hervía de resentimiento. Desde la enfermedad de su madre, la administración de los negocios familiares había quedado bajo la tutela de un abogado asignado por ella. Para recuperar el control total, Alberto necesitaba que su madre muriera; él ya no podía soportar la idea de seguir dependiendo de su permiso y supervisión.
Aparcó en un mirador remoto, donde el acantilado caía casi vertical al mar golpeado por las olas. Se acercó al asiento trasero, fingiendo amabilidad.
—Mamá, mira qué vista… —susurró, sabiendo que ella apenas podía mover los ojos.
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