Después de dedicar seis meses a coser a mano el vestido de boda de mi hija, entré en la suite nupcial justo a tiempo para oírla decir entre risas: “Si pregunta, dile que no me queda. Parece comprado en una tienda de segunda mano.” Sentí cómo algo dentro de mí se desmoronaba, pero respiré hondo, levanté la cabeza y me llevé el vestido sin decir palabra. Sin embargo, más tarde sucedió algo que jamás habría imaginado…

Ella obedeció en silencio. Cuando el vestido se deslizó sobre su cuerpo, encajó con la suavidad de una caricia. Yo misma cerré los botones de la espalda, uno por uno. Cada clic sonaba como una pequeña reconciliación.

Al volverse hacia el espejo, mi hija se quedó sin palabras. El vestido la envolvía con delicadeza, resaltando su figura sin exagerar, con ese toque artesanal que ningún diseño comercial podría imitar.

—Mamá… —susurró—. Es hermoso.

Sentí un nudo en la garganta. —Siempre lo fue.

Ella se giró y me abrazó con fuerza, como hacía años que no lo hacía.

En ese instante, supe que el día, pese a todo, aún podía salvarse.

Pero lo que ocurrió durante la ceremonia superó cualquier expectativa…

La boda comenzó al atardecer, en un jardín adornado con luces cálidas y pétalos blancos. Yo me senté en la segunda fila, aún con el corazón latiendo acelerado. Había pasado de sentirme invisible a ser, de alguna manera, parte esencial de aquel día. Pero lo que estaba por ocurrir me tomaría totalmente por sorpresa.

 

 

 

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