La lluvia caía con furia sobre el asfalto, formando pequeños ríos que corrían ansiosos hacia las alcantarillas. Desde el interior de mi auto, con la calefacción encendida y música suave acompañando el momento, la vi: una niña pequeña, no mayor de ocho años, de pie en la esquina con un ramo de flores marchitas entre los brazos. Su chaqueta delgada era un mal chiste frente al agua que la empapaba por completo.

La tarde había comenzado gris, pero lo que cayó después parecía un diluvio. La lluvia golpeaba con furia el asfalto de la ciudad, formando corrientes que corrían como ríos hacia las alcantarillas tapadas. El viento azotaba los árboles, y los transeúntes corrían buscando refugio bajo marquesinas, paradas de autobús o lo poco que encontraban.
Dentro de mi auto, el calor de la calefacción y la música suave creaban un refugio perfecto contra la tempestad. Sin embargo, aquella burbuja de comodidad se rompió en un instante.
En la esquina, bajo un poste de luz que parpadeaba, distinguí una silueta pequeña. Una niña. No tendría más de ocho años. Su cabecita estaba cubierta solo por una delgada capucha empapada, y en sus manos sostenía un ramo de flores marchitas. La lluvia había maltratado los pétalos, pero ella se aferraba a ellos como si fueran un tesoro.
Mi corazón dio un vuelco.
Apagué el motor y abrí la puerta, sintiendo el golpe helado de la lluvia sobre mi ropa.
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