A pocos minutos de caminar hacia el altar, con el vestido blanco perfectamente ajustado y el maquillaje recién retocado, me refugié en el baño para intentar controlar la respiración. Las manos me temblaban, no por miedo sino por la mezcla de emoción y ansiedad que cualquiera sentiría antes de casarse con el hombre al que creía conocer mejor que a nadie. Apoyé la espalda en la puerta y cerré los ojos, repitiéndome que solo necesitaba unos segundos para volver a centrarme.
Inhalé profundamente. Exhalé.
Otra vez.
Y justo cuando comencé a sentir cómo los nervios se deshacían, la puerta del baño se abrió de golpe.
Era una de las damas de honor, aunque no pude distinguir cuál porque no se quedó dentro: solo entró lo justo para dejar su bolso sobre el lavabo, revolver entre él buscando algo y salir apurada diciendo: “¡Lo dejo aquí un minuto, no te preocupes!”. Entre sus cosas quedó un móvil, encendido, con la pantalla iluminada. Y antes de que pudiera apartar la vista, el altavoz reprodujo una llamada entrante.
—Cariño, no puedo hablar mucho… —sonó la voz masculina.
La sangre se me congeló.
Reconocería esa voz en cualquier lugar.