A pocos minutos de caminar hacia el altar para casarme con el hombre que creía amar, me refugié en el baño intentando controlar los nervios. Por fin empecé a respirar con calma… hasta que alguien entró y dejó su móvil en altavoz. La voz que salió del teléfono me heló la sangre: era una voz demasiado familiar, demasiado íntima. Pero lo que dijo después… rompió todo lo que yo pensaba que sabía sobre mi futuro esposo. En un instante, mi mundo perfecto se convirtió en

Solo necesito tiempo para ordenar todo. Tú y yo sabemos lo que queremos, pero… hoy no puedo echarme atrás.

El mundo perfecto que había construido alrededor de él se derrumbó en un solo segundo.

Y yo aún tenía que caminar hacia el altar.

Salí del baño tambaleándome, como si mi vestido pesara el triple. Los murmullos del salón, los flashes de los fotógrafos, los arreglos florales… todo parecía moverse a mi alrededor en una especie de niebla. Necesitaba aire, pero sobre todo necesitaba respuestas. Apreté los puños para evitar que se me notara el temblor.

Me escabullí hacia la parte trasera de la iglesia, donde sabía que Daniel solía refugiarse antes de los eventos grandes. Lo encontré revisando su corbata frente a un espejo improvisado, ajeno al caos que se había desatado en mi interior. Cuando me vio aparecer, sonrió. Esa misma sonrisa que tantas veces me había tranquilizado… pero que ahora me resultaba casi insoportable.

—Cariño —dijo mientras se acercaba—, pensé que ya estabas con tu papá para entrar…

—Necesito hablar contigo —interrumpí, con la voz tensa.

Noté cómo su expresión cambiaba apenas un milímetro. A Daniel era difícil leerlo, pero no imposible. Había sorpresa. Y luego, una sombra de incomodidad.

—Está bien —respondió—. ¿Qué pasa?

Lo miré con una mezcla de miedo y determinación.

—Acabo de escuchar tu conversación con Lucía.

Le tomó un par de segundos procesarlo. Luego palideció ligeramente.

—¿Qué escuchaste exactamente?

Esa pregunta lo delataba.

—Lo suficiente —dije, sintiendo cómo me ardían los ojos—. Lo suficiente para saber que me estás ocultando algo grande.

Daniel se frotó la frente, un gesto típico cuando estaba acorralado.

—No es lo que crees…

—¿Entonces qué es? —insistí—. Porque te escuché decir que hablarías conmigo después de la luna de miel. ¿Hablar de qué? ¿Qué es tan grave como para casarte conmigo sin decírmelo?

Hubo un silencio incómodo.
Suspiró. Bajó la mirada. Luego la volvió a subir, como si estuviera a punto de confesar un crimen.

—No estoy enamorado de Lucía —empezó diciendo—. Si eso es lo que crees, no es así.

Pero yo no dije nada. Esperé.

—Lo que pasa… —tragó saliva— es que ella es la única que sabe lo que está pasando en mi familia. Y me pidió que no dijera nada hasta después de la boda.

Mi frustración se mezcló con incredulidad.

—¿Tu familia? ¿Qué tiene que ver tu familia con nosotros?

—Todo —respondió él, de forma abrupta.

Se quedó en silencio, como si estuviera calculando cada palabra

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