Creí que había heredado una fortuna, pero lo que encontré me dejó helado.
Afuera, el perro del vecino ladraba furioso… y de pronto, se hizo un silencio absoluto.
Volteé hacia la puerta principal, que vibraba suavemente como si alguien acabara de tocarla. Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré hacia la habitación donde dormía mi hijo, luego a la caja aún entreabierta.
Sin pensarlo, guardé el cuaderno dentro de mi chaqueta, cerré la caja y la empujé al fondo del armario. Entendí que todas mis preguntas tendrían que esperar… si es que llegaba a tener la oportunidad.
Unos golpes sonaron en la puerta: lentos, pesados. Respiré hondo, caminé hacia ella y la abrí. La luz del pasillo iluminó la silueta de una persona que permanecía inmóvil, con el rostro oculto en las sombras.
Con voz grave y áspera, dijo solo tres palabras:
—Es hora ya.
En ese instante supe que, desde ese momento, la vida de mi hijo y la mía jamás volvería a ser la misma.
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