Cuando la amante de mi esposo quedó embarazada, toda la familia de mi suegra me pidió que abandonara la casa. Yo simplemente sonreí y dije una sola frase… y las caras de los seis presentes se desmoronaron de inmediato.

Se disculparon… pero ya era demasiado tarde.

María Fernanda y Adrián se habían amado durante dos años antes de casarse. En aquel tiempo, él era un hombre dulce, respetuoso, paciente… yo creía de verdad que era la mujer más afortunada del mundo. Nuestra boda se celebró en Guadalajara, con el beneplácito de ambas familias.

Mi mamá, que había trabajado toda su vida como comerciante, nos regaló una casa de tres pisos en Zapopan como obsequio de bodas. La propiedad estaba a mi nombre, construida con el sacrificio de muchos años.

Después de convertirme en nuera, siempre traté de mantener la paz en la familia. Pero mi suegra —Doña Lidia— jamás estuvo satisfecha conmigo. Le molestaba que trabajara en un banco, que saliera temprano y regresara tarde, que no siempre pudiera cocinar. Yo nunca dije nada. Solamente trataba de adaptarme.

Hasta que un día… mi vida se vino abajo.

Adrián llegó con una expresión extraña y dijo que necesitaba “hablar seriamente”.
Mi corazón se encogió.
Y entonces lo soltó:

—Perdóname… pero hay alguien más. Ella… está embarazada.

Creí que había escuchado mal.
Sentí que un puño invisible me aplastaba el pecho.
Pero lo que más dolió fue su calma. Hablaba como quien anuncia un cambio de proveedor en la oficina.

Una semana después, mi familia política se reunió en mi casa. Seis personas: mi esposo, mis suegros, mis cuñados… y la amante, la embarazada. Todos sentados en la sala de la casa que MI mamá había pagado. Y ni una sola mirada de vergüenza.

La primera en hablar fue Doña Lidia.

 

 

 

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