Cuando mi suegra descubrió que yo ganaba 4,000 dólares al mes, no perdió tiempo en llamar a mis tres cuñados del rancho para que se mudaran a nuestra casa y me ordenó servirles.
Llegar a San Luis fue como regresar al mundo que había dejado años atrás. La casita de mis padres estaba en la orilla del pueblo, rodeada de maizales que se extendían bajo el cielo brillante. Mi madre me recibió con los brazos abiertos y sin preguntas, como si hubiera presentido la tormenta mucho antes que yo.
Por primera vez en semanas respiré en paz. Podía tomar café en el porche sin escuchar las botas golpeando el piso o los gritos de cuñados ingratos. Podía trabajar mis horas remotas, enviando reportes financieros a la oficina en Monterrey, sin interrupciones ni demandas de otro plato de comida.
Mi padre, maestro jubilado, me miró en silencio una tarde y me preguntó:
—María, ¿piensas volver?
Dudé. Mi amor por Daniel era real. Había sido mi compañero en años difíciles. Pero el matrimonio no es solo amor: es respeto, son límites. Y Daniel había permitido que su familia destruyera ambos.
—No lo sé todavía —admití mirando el horizonte—. Pero sí sé que no puedo volver a vivir así.
En los días siguientes, empecé a reconstruirme. Me reencontré con amigos de la preparatoria, algunos con negocios propios que me animaron a invertir. Con mi ingreso estable, comencé a asesorar a una pequeña empresa local en su planeación financiera. Por primera vez no solo sobrevivía: estaba creciendo.
Pero la paz rara vez es permanente. Una semana después, Daniel apareció en la puerta de mis padres. Su rostro se veía más viejo, marcado por noches sin dormir. Me rogó que regresara, confesando que desde que me fui, el caos se apoderó del departamento. Sus hermanos, en lugar de ayudar, se habían vuelto destructivos: se negaban a trabajar, devoraban la despensa y hasta empeñaron sus herramientas.
—Mi madre pensó que los estaba ayudando —dijo con voz temblorosa—, pero nos están arruinando. Ahora lo entiendo, María. Debí defenderte.
Quise creerle, pero las heridas no cierran de la noche a la mañana. Mi madre lo escuchó en silencio antes de decir:
—Daniel, el amor no es solo compartir cargas. También es protegerse mutuamente. Tú fallaste en protegerla.
Daniel bajó la cabeza.
—Lo sé. Pero te pido una oportunidad. Déjame demostrarlo.
Su sinceridad me conmovió, pero la confianza, una vez rota, no regresa fácil. Le dije que necesitaba pruebas, no palabras. Se fue decidido, y yo me pregunté si realmente tendría la fuerza para enfrentar a su madre y a sus hermanos abusivos.
De vuelta en Monterrey, la tormenta en el departamento empeoró sin mí. Doña Carmen había contado con tenerme como sirvienta eterna y, al desaparecer, su plan se desmoronó.
Los hermanos, acostumbrados a ser servidos, se volvieron unos contra otros. Sin comida lista, discutían por quién debía cocinar, limpiar o conseguir dinero. Ernesto quería trabajar, pero Santiago y Pablo se burlaban de él, insistiendo en que Daniel —y por extensión yo— debíamos seguir manteniéndolos.
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