Decidí poner a prueba a mi marido y se lo dije.

—Despedida. ¡Estás despedida! Y esto después de haberte dicho tantas veces que tienes que ser más responsable en el trabajo. Pero no, tú siempre lo sabes todo, siempre haces las cosas a tu manera.

Me quedé tan atónita ante su reacción que no pude articular palabra.

Continuó, alzando la voz con un tono de desprecio que jamás le había oído.

«¿Y ahora qué? ¿Quién va a pagar las facturas? ¿Te das cuenta siquiera de la situación en la que me estás metiendo, a toda nuestra familia? Eres una inútil, Lena. Completamente inútil. Te sientas ahí en tu empresa, moviendo papeles de un lado a otro, y al final, ni siquiera puedes con eso».

Sentí un nudo en la garganta y las lágrimas me picaron en los ojos. Pero no eran lágrimas de resentimiento, sino más bien de una revelación.

Fue como si de repente me hubieran quitado la venda de los ojos y viera el verdadero rostro del hombre con el que había vivido tantos años. En ese momento, comprendí que no podía decirle la verdad. No podía admitir que era una prueba y que, de hecho, me habían ascendido.

Algo dentro de mí se resistió. Mi intuición me susurró que era mejor guardar silencio y esperar a ver qué sucedía. Y le hice caso.

Simplemente me levanté y salí de la habitación en silencio, dejándolo gritando en el vacío. Me encerré en el baño y permanecí bajo el agua caliente durante un largo rato, intentando lavar la humillación y la amargura. Qué ajeno, qué distante se había vuelto el hombre que una vez consideré mi persona más cercana. No volvimos a hablar esa noche.

Anton, desafiante, se durmió en el sofá de la sala, y yo me quedé sola en nuestra habitación, mirando al techo y preguntándome cómo era posible que nuestro matrimonio, aparentemente sólido, se hubiera vuelto tan frágil.

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