El Millonario Anciano De 70 Años Jamás Pensó… Que Su Empleada Le Haría Sentir Como A Los Veinte…
Lucía, que no había conocido un amor limpio en toda su vida, empezaba a temer lo que sentía. Y León, que había jurado no volver a enamorarse, se descubría esperándola en cada rincón. Una tarde, mientras ella recogía las flores del jardín, el viento sopló con fuerza y su cabello se soltó. León la miró desde la ventana sin decir nada. La luz del atardecer caía sobre ella y por un instante creyó estar viendo a la juventud misma. Esa juventud que no regresa, pero que a veces la vida te devuelve disfrazada de esperanza.
Y en ese instante lo comprendió. No era su empleada, era el alma que había venido a recordarle que todavía podía amar. Aquel día, sin decirlo, los dos supieron que el corazón de él había despertado y el de ella, sin quererlo, también empezaba a rendirse. Los días parecían más ligeros en la mansión Santa María. Don León volvía a reír, volvía a tocar el piano y hasta había comenzado a escribir pequeñas notas de agradecimiento que dejaba en la cocina.
junto al té que Lucía preparaba cada mañana. Era como si los años hubiesen decidido perdonarle el peso del tiempo, devolviéndole la ilusión que creía extinguida. Pero mientras el amor nacía en silencio, la envidia crecía en la oscuridad. Beatriz, incapaz de soportar el brillo de su tío, tejía su venganza con la precisión de una serpiente. “Mi querido tío se ha vuelto loco”, le dijo a su abogado personal. Esa mujer lo manipula. Y antes de que sea demasiado tarde, voy a proteger lo que es mío.
Con una sonrisa fría, comenzó a mover los hilos. Llamó a un viejo amigo médico de esos que sabían decir lo que se les pedía a cambio de un sobre grueso. “Necesito un informe”, le ordenó. Uno que demuestre que mi tío ya no está en condiciones de manejar su fortuna. Mientras tanto, Lucía no sospechaba nada. seguía dedicándose por completo a cuidar de león, que comenzaba a mostrar señales de cansancio. A veces se llevaba la mano al pecho, otras se quedaba sin aire, pero lo disimulaba con orgullo.
No quería preocuparla. No quería parecer débil frente a la única persona que lo hacía sentir vivo. Una noche, mientras ella recogía la mesa, lo vio detenerse de golpe. El vaso cayó al suelo y el sonido del cristal rompió el silencio. “Señor león!”, gritó Lucía corriendo hacia él. Él intentó sonreír, pero su cuerpo no le respondió. Cayó de rodillas, llevándose una mano al corazón. No, no llame a nadie, alcanzó a decir con dificultad. Solo quédese. Lucía lo sostuvo con fuerza llorando.
Por favor, no hable. Respire. Yo estoy aquí. lo acompañó en la ambulancia sin soltarle la mano. Esa noche en el hospital los médicos confirmaron lo que temía. Su corazón estaba debilitado y el estrés podría ser fatal. Lucía se quedó a su lado sin dormir, velando cada suspiro, cada movimiento. Cuando León despertó, la vio dormida en la silla con la cabeza apoyada en su brazo. En su rostro había paz, pero también agotamiento. La miró en silencio y comprendió que nadie lo había cuidado así desde que Clara murió.
Acarició su cabello con suavidad y murmuró: “No merezco tanto y aún así la vida me lo da. Pero esa ternura no duró mucho. Beatriz apareció en la habitación al día siguiente, impecable, con un ramo de flores y una sonrisa hipócrita. Tío, me dijeron que tuviste un susto. Ya ves, la edad no perdona. Lucía se levantó para darle espacio, pero Beatriz la miró con desprecio. Gracias. Puede retirarse, dijo fingiendo amabilidad. Prefiero quedarme, respondió Lucía con calma. No estoy hablándole, muchacha, estoy cuidando de mi familia.
León la interrumpió. Lucía se queda. Beatriz lo miró con indignación, pero no discutió. Sabía que la venganza se sirve mejor en silencio. Esa misma semana filtró a los medios que su tío había perdido la cordura y estaba siendo manipulado por una empleada doméstica. Las noticias se esparcieron como fuego. El magnate Santa María, bajo influencia de una mujer veintañera, decían los titulares, Lucía Campos, la nueva cuidadora del millonario enfermo. Cuando Lucía vio las noticias, sintió un nudo en la garganta.
Las cámaras comenzaron a aparecer frente a la mansión. Los vecinos murmuraban y las amigas de Beatriz la señalaban con risas. Pero ella no se defendió. sabía que gritar solo alimentaría la mentira. León, en cambio, sintió vergüenza, no por ella, sino por él, por haber permitido que el mundo la mancillara por su culpa. Lucía, si esto te destruye, me marcharé. No quiero arrastrarte conmigo. Ella negó con lágrimas. No me arrastra, señor León. Me honra, porque no hay vergüenza en cuidar a quien ama.
Aquella frase quebró lo poco que quedaba de su orgullo. Esa noche, al quedarse a solas, tomó su mano y la sostuvo contra su pecho. Lucía susurró con voz temblorosa. Si muero mañana, quiero que sepa que usted me devolvió algo que creí perdido. Me devolvió el alma. Lucía rompió en llanto, pero no de tristeza. Lloró porque entendió que lo que había entre ellos era real, aunque el mundo lo condenara. Sin embargo, la maldad de Beatriz no se detuvo.
Con el informe médico falso, fue a los tribunales y pidió la tutela legal de su tío, alegando incapacidad mental. Y mientras la justicia se preparaba para intervenir, León empeoraba día tras día. El cuerpo le fallaba, pero su espíritu no. Seguía tocando el piano, aunque las manos le temblaban. Seguía hablando con Lucía de sueños que tal vez nunca vería. Y ella con esa ternura infinita le respondía como si todo fuera posible. Prométame que si un día ya no puedo levantarme, usted no llorará por mí.
No puedo prometerle eso dijo ella con la voz rota. Porque a veces el amor duele más cuando es verdadero. Esa noche, mientras afuera la tormenta rugía, él la miró con los ojos llenos de ternura y miedo. Lucía, si me queda poco tiempo, quiero que lo que quede sea suyo, no mi dinero, sino mis días. Y ella, sin pensarlo, tomó su mano y la besó. Entonces, no se muera, señor León, porque todavía no terminé de enseñarle a vivir.
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