Fue con una caja oxidada, chueca, enterrada entre estiércol seco y el olor amargo del heno viejo. Baena la encontró sin buscarla. Estaba buscando señales de roedores detrás del establo cuando Thorne empezó a rascar con insistencia en un rincón del suelo duro.
Lo hacía sin ladrar, con esa terquedad silenciosa que había desarrollado con los años, como un abuelo que ya no discutía pero tampoco olvidaba. ¿Qué hay ahí, viejo? Susurró Baena, agachándose. La caja tenía el tamaño de una libreta. Al abrirla, una ráfaga de polvo y memoria le quemó los dedos.
Dentro había sólo tres cosas una hoja doblada con dibujos infantiles, un botón de camisa cubierto de sangre seca y una pluma negra aún con olor a corral. Los dibujos eran torpes como hechos por una mano pequeña que temblaba. Pero el mensaje era claro Un niño de pie con un ojo morado. Un perro frente a él, con los dientes expuestos y en el fondo una figura femenina con un látigo.
El rostro de la mujer estaba dibujado con rabia. Líneas duras, casi talladas con furia en una esquina, un intento de retratar a una madre. Pero estaba borroso, tachado con agua o con lágrimas. Baena dobló el papel con el mismo cuidado con el que se guarda una reliquia. Zorn la miró. No movió la cola. Sólo espero en el Centro de Protección Infantil. El aire olía a manzanilla y libros usados.
Jürgen, psicólogo con voz de guitarra vieja, pasó el dedo por los dibujos. No es miedo lo que guarda este niño dijo en voz baja. Es decepción. ¿Cómo lo sabes? Me preguntó Baena. Julen señaló la esquina inferior. Aquí dibujó una mujer. La quería ver. La necesitaba, pero la tachó. No le teme a su madre. Le duele no haberla encontrado. Baena sintió un nudo en el pecho.
¿Y el perro? Preguntó sin mirar a Thorn, que dormía en la alfombra, junto a la ventana. El perro es su guardián respondió Julen. La única figura que no cambia en todos los dibujos. No habla, no grita. Sólo está ahí. Eso para un niño como él es todo. Esa noche, en la casa del rancho Sara sirvió la cena como quien lanza migas a las gallinas. Nil va.
Comía con las manos limpias mientras Lizar sostenía su cuchara con los dedos llenos de tierra. ¿Dónde estabas hoy? Espetó Sara sin levantar la vista. Cerca del corral susurró Isar. ¿Y por qué está roto el cajón del heno? No fui yo. Sara se giró. Su voz era tan dulce como veneno en té caliente. ¿Siempre tienes una excusa, verdad? No importa cuán pequeño seas, sigue siendo una carga.
SAR bajó la cabeza. Rocío. Desde el establo, golpeó la puerta con el casco. Ese maldito animal otra vez gruñó Sara. Voy a venderla. No. Murmuró el niño. Ella no hizo nada. Sara se inclinó tan cerca que Izar sintió el olor a perfume barato y resentimiento. Tú tampoco haces nada. Por eso te pareces tanto a tu madre.
La bofetada fue rápida. Casi silenciosa. Forn afuera se puso de pie. Nadie le dio la orden. Días después, Baena volvió al rancho con un cuaderno. Se sentó junto a Isar en el corral mientras él acariciaba a Rocío. Y Sara dijo suavemente. Encontramos tu caja. La que enterraste. El niño se quedó quieto. ¿Puedo enseñártela? Él asintió con lentitud. Baena abrió la tapa y Sara no tocó nada.
Sólo miró su propio dibujo como si lo viera por primera vez. Esa era mi mamá dijo casi inaudible. Antes de irse, me prometió volver. Baena no lo interrumpió. Yo pensaba que si alguien veía ese dibujo la iban a buscar. ¿Y por qué la tocaste? Y Sara miró a Rocío.