En el funeral de mi esposo, recibí un mensaje de texto de un número desconocido: ‘Sigo vivo. No confíes en los niños.’ Pensé que era una broma cruel.

—Los crié con amor —dije al jurado, mirando directamente a mis hijos—. Lo sacrifiqué todo. Nunca pensé que el amor sería la causa del asesinato de su propio padre.

Las grabaciones se reprodujeron ante el tribunal. Un murmullo de horror recorrió la sala cuando el jurado escuchó cómo mis hijos planeaban mi muerte. El veredicto fue rápido: culpables de todos los cargos. Cadena perpetua.

Cuando escuché la sentencia del juez, sentí que un enorme peso caía de mis hombros. Justicia. Por fin, justicia para Ernest.

Después del juicio, doné el dinero manchado de sangre del seguro a una fundación para víctimas de crímenes familiares.

Una semana después, recibí una carta. Era de Charles.

Mamá, sé que no merezco tu perdón, pero lo siento. El dinero, las deudas… nos cegaron. Destruimos a la mejor familia del mundo por doscientos mil dólares que ni siquiera pudimos disfrutar. Mañana acabaré con mi vida en mi celda. No puedo vivir con lo que hicimos.

Lo encontraron muerto al día siguiente. Cuando Henry supo de la muerte de su hermano, sufrió una crisis total y fue trasladado al hospital psiquiátrico de la prisión.

Mi vida ahora es silenciosa. Convertí el taller de Ernest en un jardín, donde planto flores para llevar a su tumba cada domingo. Steven se ha convertido en un buen amigo.

A veces la gente me pregunta si extraño a mis hijos. Extraño a los niños que fueron, pero esos niños murieron antes que Ernest. Las personas en las que se convirtieron eran extraños.

La justicia no me devolvió a mi esposo, pero me dio paz.
Y en las noches tranquilas, cuando me siento en el porche, juro que siento su presencia, orgulloso de que tuve la fuerza para hacer lo correcto, aunque eso significara perder a mis hijos para siempre.

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