Las cenas familiares en casa de los Miller siempre habían sido un campo minado emocional para mí, pero esa noche todo traspasó todos los límites imaginables. En cuanto me senté, sentí la tensión: la suegra de mi marido, Helen, mirándome con esa sonrisa agria, y su hermana, Claire, susurrándole algo al oído mientras me señalaba con descaro. Mi marido, Andrew, servía la sopa en silencio… demasiado silencio.
Cuando dejé caer la servilleta al suelo y me agaché a recogerla, oí un comentario burlón sobre «mi torpeza habitual». Decidí ignorarlo. Pero justo cuando me levantaba, Andrew levantó la sopera y, sin previo aviso, vertió el contenido hirviendo sobre mi cabeza. El líquido hirviente me resbaló por la cara, el cuello y los hombros. El dolor fue inmediato, pero más que eso, lo que me paralizó fue oír la risa de su madre.
“¡Ay, Andrew, qué dramático eres!”, rió Helen, como si fuera una broma.
Estaba empapada, temblando, con la piel ardiendo. Andrew me miró con una frialdad que nunca le había visto.
“Tienes diez minutos para salir de mi casa”, espetó con desprecio.
La habitación se quedó en silencio. Claire se tapó la boca, fingiendo sorpresa, aunque sus ojos brillaban de satisfacción. Respiré hondo, me limpié la sopa de las mejillas con la mano y, sin decir palabra, saqué mi bolso de debajo de la mesa. Abrí la cremallera con calma y puse un montón de documentos cuidadosamente ordenados sobre la mesa.
Helen frunció el ceño.
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