Viejo inútil, quítate de en medio. El grito rompió la calma del paseo de la reforma en una mañana calurosa de sábado. Los peatones se detuvieron un instante. Algunos voltearon con sorpresa, otros fingieron no escuchar. Un anciano con camisa de algodón amarillenta, pantalón de segunda y un sombrero de palma gastado, apenas alcanzó a apoyarse en su bastón antes de sentir la patada que lo lanzó contra la banqueta. El agresor era Rodrigo Salazar, 32 años, hijo único de un poderoso empresario de la Ciudad de México.
Bajaba de un auto importado recién estacionado frente a una cafetería elegante en la colonia Juárez. Llevaba camisa de diseñador, un reloj suizo de oro y la arrogancia tatuada en el rostro. Ni siquiera pareció notar que decenas de ojos se posaban sobre él. Aprende a caminar, viejo. Estorbas la calle, escupió acomodando el cuello de la camisa como si nada. En el suelo el anciano soltó un gemido. El bastón rodó hasta el borde de la calle. Un par de jóvenes rieron.
Otros grababan con el celular. Una mujer exclamó, “¡Qué falta de respeto!” Pero nadie se atrevió a enfrentarlo. El apellido Salazar imponía más miedo que cualquier amenaza. Rodrigo sonrió hacia sus amigos. Ya parece plaga. Estos viejos creen que la reforma es parque. Si quieren caminar lento, que se queden en su casa. El anciano levantó la cabeza con esfuerzo. Su mirada se cruzó un segundo con la cámara de un celular. En sus ojos húmedos no solo había dolor, había decepción, como si la patada hubiera golpeado directo al corazón.
Lo que Rodrigo no sabía era que aquel hombre no era un desconocido. Detrás de la barba mal recortada, la piel arrugada con maquillaje y la ropa gastada, estaba su propio padre, don Esteban Salazar, fundador del emporio que financiaba cada lujo de su hijo. Don Esteban se había preparado semanas para ese momento. Con ayuda de un amigo actor, creó un disfraz perfecto. pasos cortos y respiración cansada. Quería comprobar lo que los rumores decían, que su hijo trataba a la gente común como basura.
Y en ese instante lo confirmó. Rodrigo reía satisfecho mientras su padre recogía el bastón con manos que sí temblaban de verdad, no por la actuación, sino por la herida en el alma. No era el golpe en la pierna lo que dolía. era descubrir que su propio hijo había perdido el respeto por lo humano. Don Esteban respiró hondo, se levantó lentamente y prometió en silencio, esto apenas comienza. Mi hijo sabrá la verdad, aunque le duela. Don Esteban se alejó de reforma con el bastón apoyado en la mano, todavía disfrazado, con el pecho apretado.
Mientras avanzaba, los recuerdos lo golpeaban. su infancia en Iztapalapa, cuando vendía tortas en un carrito oxidado y soñaba con tener un local propio. Desde joven aprendió que el respeto era la única riqueza que no se gasta. Su madre repetía, “Trata a la gente como quieres que te traten.” Con esa idea trabajó en madrugadas frías cargando costales de jitomate en la central de Abbasto, fregando pisos en una fonda, ahorrando monedas en un frasco. Poco a poco levantó lo suyo, un puesto de tacos al pastor, luego una lonchería, hasta inaugurar el primer restaurante Salazar en la colonia Roma.
Ese esfuerzo lo llenaba de orgullo. Cada caída, cada deuda pagada lo había hecho fuerte. Pero al mirar a su hijo sabía que la vida cómoda lo había debilitado. Rodrigo había crecido en una burbuja, colegio privado, chóer, vacaciones en Cancún, intercambios en Estados Unidos, fiestas con payasos importados. Cuando Mariana, su esposa, murió. Esteban, intentó llenar el vacío con lujos. consolas de videojuegos, viajes, ropa de diseñador. Le dio todo, excepto lo que más necesitaba, límites. La primera en advertirlo fue doña Lupita, la nana.
Un día, después de ver al niño gritarle al chóer, le dijo, “Don Esteban, al niño le falta piso, piso y freno.” Él sonrió incómodo. Es de carácter fuerte como su madre, pero en el fondo sabía que había algo de verdad. Los años pasaron y las señales se hicieron evidentes. Llamadas de maestros por burlarse de compañeros humildes, quejas de vecinos por fiestas ruidosas, reportes de gerentes de los restaurantes porque humillaba a meseros. Cada aviso era un espejo incómodo, pero Esteban prefería romperlo antes que mirarlo.
Va a madurar, se repetía, pero la madurez nunca llegó. El golpe final fue un video que un empleado le envió por WhatsApp. Rodrigo insultaba al guardia de un estacionamiento en Polanco porque tardó en abrir la pluma. “Yo mando aquí!” gritaba mientras sus amigos reían. Esa noche, don Esteban se quedó despierto frente a una copa de tequila. miró el retrato de Mariana en la pared y pensó, “Si sigo ignorando, no solo pierdo a mi hijo, pierdo lo que soy.
” Así nació la idea del disfraz, no para exponerlo al mundo, sino para confirmar con sus propios ojos lo que temía. Porque un padre, aunque duela, necesita saber la verdad. Y la mañana anterior, en Reforma lo había confirmado. Rodrigo no respetaba a nadie ni a sí mismo. Esteban cerró los ojos en su cuarto sencillo, lejos de los lujos de su casa en Lomas. Recordó la frase que Mariana solía decirle cuando él llegaba agotado del trabajo. No basta con darles alas, Esteban.
Hay que enseñarles a volar sin pisar a los demás. El problema era que Rodrigo nunca había aprendido eso y ahora el costo de esa lección sería más alto de lo que jamás imaginó. Don Esteban comprendía que no podía cambiar a Rodrigo con sermones. Había intentado hablarle tantas veces que ya conocía de memoria la respuesta. Un gesto de fastidio, una sonrisa irónica y la excusa de que así es la vida. No, su hijo no necesitaba discursos, necesitaba verse reflejado en un espejo que le doliera.
Por eso buscó a Mauricio, un viejo amigo de juventud que había hecho carrera en el teatro independiente. Su taller en la colonia Roma estaba lleno de máscaras, telas y pinceles manchados de pintura. Esteban entró y fue directo. Necesito convertirme en otro. Nadie debe reconocerme, ni siquiera mi hijo. Mauricio arqueó una ceja. Más viejo de lo que ya estás, bromeó. Esteban soltó una risa amarga. Mucho más. Quiero ser un desconocido. Mauricio entendió que no se trataba de un simple capricho.
Preparó un set de maquillaje especial, prótesis para arrugas, pigmentos para manchar la piel, una peluca gris. También le enseñó a encorvar la espalda y a mover los hombros como si cargara años de fatiga. El resultado era impresionante. Frente al espejo ya no estaba don Esteban, sino un anciano cualquiera, con mirada cansada y manos temblorosas. Después a lagunilla, donde entre puestos de ropa usada encontró la camisa deslavada, un pantalón con rodillas gastadas y un sombrero de palma roto.
Quería que cada prenda gritara anonimato. Compró también un bastón de madera con la punta desgastada. Al sostenerlo, sintió un nudo en el estómago. Estaba a punto de renunciar a su identidad para descubrir la verdad. Durante días practicó en lugares públicos. Caminaba por Chapultepec arrastrando los pies. Pedía direcciones con voz débil. Entraba a cafeterías fingiendo que apenas tenía unas monedas. Nadie lo reconocía. Algunos lo ignoraban, otros lo trataban con desdén y unos pocos mostraban compasión genuina. Esa experiencia lo sacudió.
Nunca había sentido tan de cerca lo que era ser invisible en su propia ciudad. Pero lo más duro era el plan. Tenía que colocarse frente a Rodrigo, arriesgarse a su desprecio. Sabía que dolería, pero era la única forma de confirmar lo que temía. Si su hijo reaccionaba con respeto, aún había esperanza. Si lo humillaba, entonces llegaría el momento de actuar como padre, aunque significara destrozarle la vida de privilegios. La noche previa al encuentro, Esteban se sentó en la mesa de un pequeño departamento que usaba para descansar del bullicio.
Frente a él, la peluca gris descansaba sobre un soporte y los frascos de maquillaje estaban abiertos. Tenía miedo, pero no de ser descubierto. El verdadero miedo era ver a su hijo tal como sospechaba que era. Se miró al espejo y respiró profundo. No era don Esteban Salazar. El empresario respetado era un anciano cualquiera que caminaba lento y pedía permiso para pasar. Y así, con el corazón apretado, salió rumbo al paseo de la reforma. No sabía que en pocas horas la patada de su propio hijo no solo confirmaría sus dudas, sino que marcaría el inicio de la prueba más dura de su vida.
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