Porque finalmente entendí:
No necesitaba “ganar”.
La bondad no siempre grita.
A veces espera en silencio…
y deja que la vida hable por ella.Una tarde, mientras arropaba a mi hija, Elisa, para su siesta, el cielo afuera brillaba naranja.
Acaricié su pequeña mejilla y le susurré:
“Amor mío, puede que no pueda darte una familia perfecta,
pero te prometo una vida en paz,
una vida donde ninguna mujer ni ningún hombre sea más valorado que otro,
una vida donde serás amado simplemente por ser tú mismo”.
Afuera, todo estaba en silencio, como si el mundo escuchara.
Sonreí y lloré.
Por primera vez, ya no eran lágrimas de dolor,
eran lágrimas de libertad.