La princesa obesa fue entregada a un esclavo como castigo por el rey, pero él la amó como a ninguna otra.

A la mañana siguiente, fueron rodeados. “¡En nombre del rey, ríndanse!”, gritó el comandante. Elias se posicionó frente a Isabela, desarmado. “Si quieren llevarla, tendrán que pasar sobre mí”. Los soldados rieron. Pero antes de que avanzaran, Isabela gritó: “¡Alto! Soy la hija del rey y exijo ser escuchada”. Los hombres dudaron. La princesa hablaba con autoridad. “No soy prisionera de él”, dijo, señalando a Elias. “Estoy aquí porque elegí, porque soy libre y ustedes no tienen derecho a decidir por mí”. El comandante retrocedió. Mandó prender a Elias, pero sin herirlo, y llevaron a Isabela de vuelta al palacio.

Una semana después, el reino entero fue convocado a una nueva ceremonia. El rey, pálido de ira, estaba decidido a restaurar su honor. Anunciaría la boda de Isabela con el duque y ejecutaría al esclavo públicamente.

Pero Isabela tenía otros planes.

Cuando fue llevada al salón real, no entró como prisionera. Entró como una tormenta. Usaba un vestido simple, el cabello suelto, pero caminaba con firmeza, con Elias a su lado, encadenado, pero de pie. El rey se levantó, pero Isabela fue más rápida. “Antes de que diga cualquier cosa, padre, yo tengo algo que decirle al pueblo”. El salón quedó en silencio. “Fui dada a este hombre como castigo. Fui humillada, escondida, olvidada. Pero en el fondo del castillo, donde la luz casi no llega, encontré algo que nunca tuve entre estos muros. Amor. Verdadero, puro, honesto”. Los nobles fruncieron el ceño. El rey estaba rojo de odio. “Este hombre me respetó cuando todos me despreciaron. Me vio cuando incluso mi propia familia me ignoraba. Y aun siendo tratado como un animal, él me enseñó lo que es ser humano”. Respiró hondo. El salón estaba en shock. “Por eso, ¡delante de todos, yo lo elijo! Como compañero, como marido, como igual. Y si eso es considerado traición, ¡entonces que me prendan también! Pero sepan: el trono que gobierna sin amor está condenado a ruir”.

Un silencio profundo se instaló. Después, alguien aplaudió. Una criada. Luego otro, y otro más. Hasta que el salón entero explotó en palmas. El rey no pudo reaccionar. Por primera vez, se sintió más pequeño que el pueblo que gobernaba.

Isabela tomó las llaves del guardia y soltó las cadenas de Elias con sus propias manos. Y allí, en el centro del trono que intentó destruirlos, los dos se abrazaron.

Meses después, el rey abdicó. El pueblo, inspirado por su valentía, eligió a Isabela como nueva regente. Elias, a su lado, rechazó títulos, pero nunca se apartó de ella, gobernando como su igual.

La princesa obesa, ridiculizada por todos, se convirtió en la mujer más respetada en la historia del reino. Y el esclavo condenado al silencio se convirtió en la voz más escuchada del palacio. Porque el amor de ellos no fue solo supervivencia; fue una revolución.

 

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