Le di una parte de mi hígado a mi esposo, creyendo que le estaba salvando la vida. Pero pocos días después de la cirugía, un médico me tomó aparte y me dijo unas palabras que destrozaron todo lo que creía saber: “Señora, el hígado no era para él”. En ese momento, mi realidad se derrumbó en algo inimaginable: una pesadilla de la que aún no he despertado.
Nunca pensé que el amor tendría un precio tan devastador.
Cuando conocí a Daniel en la Universidad de Michigan, era el hombre encantador y atento que llevaba mis libros y me besaba como si nada en el mundo importara. Nos casamos jóvenes y construimos una vida que creí inquebrantable. Durante veinte años, creí en nosotros. Creí en él.
Esa creencia me llevó a una mesa de operaciones, ofreciendo una parte de mí para salvarle la vida.
A Daniel le habían diagnosticado cirrosis, un rápido declive tras años de luchar contra la enfermedad del hígado graso. No bebía y su condición empeoró rápidamente. Para la primavera del año pasado, sus médicos le dijeron que no aguantaría seis meses más sin un trasplante. Su tipo de sangre, tan poco común, hacía casi imposible encontrar donantes compatibles.
Cuando supimos que era compatible, lo vi como una señal del destino. No lo dudé. Le dije al equipo quirúrgico: “Tomen el mío”.
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