Le di parte de mi hígado a mi esposo, creyendo que le salvaba la vida. Pero días después, el médico me tomó aparte y me susurró unas palabras que me destrozaron: «Señora, el hígado no era para él».

La verdad era insoportable: Daniel me dejó creer que lo había salvado, cuando en realidad me habían utilizado. Mi sacrificio había recaído en un desconocido adinerado, y Daniel le había seguido la corriente.

¿Pero por qué? ¿Cuál era su conexión con la Fundación Harper? ¿Y por qué era tan importante que nunca lo descubriera?

Cuanto más descubría, más profunda era mi sensación de traición. Daniel no solo participaba pasivamente; estaba profundamente involucrado en algo mucho más complejo que nuestra relación.

Pronto descubrí que la Fundación Harper no era simplemente una organización filantrópica. Tras su imagen pulida se escondían conexiones con gigantes farmacéuticos, hospitales privados de élite y, lo más inquietante de todo, una red que influía en la política de asignación de órganos.

A través de sus correos electrónicos, quedó claro que Daniel no era solo un paciente desesperado, sino un participante activo. Había estado negociando financiación para su startup tecnológica, utilizando mi donación de órganos como palanca. La fundación usó su influencia para desviar mi hígado a uno de sus principales donantes, mientras que Daniel, casi milagrosamente, recibió un hígado de cadáver al mismo tiempo.

Lo que pensé que era un acto de amor desinteresado se había reducido a un trato calculado. Mi cuerpo se había convertido en moneda de cambio.

Cuando lo confronté, temblando de furia, no lo negó. En cambio, suspiró, como si estuviera siendo irrazonable.

Leave a Comment