MADRE DEL MILLONARIO suplica “No quiero comer eso” — HIJO llega sin avisar y hace esto con la ESPOSA
El mundo debía verla como una mujer perfecta, esposa ejemplar, dueña de una casa elegante. Pero apenas Javier cerraba la puerta del despacho, su verdadero rostro aparecía. A la mañana siguiente, Mariana dejó sobre la mesa un desayuno para Rosario, un pedazo de pan duro y café recalentado. Para Javier preparó huevos frescos, jugo natural y fruta cortada en copas de cristal.
Doña Rosario, aproveche”, dijo con una ironía disfrazada. Rosario miró el pan endurecido, tragó saliva y agradeció en voz baja. “Gracias, hija.” Mariana sonrió con sarcasmo. “No hay de qué, es lo que hay.” Javier, leyendo el periódico, no notó la enorme diferencia entre los platos. estaba sumergido en contratos y números, convencido de que en casa todo marchaba bien.
Esa tarde Rosario salió al patio a recoger la ropa del tendedero. El sol caía fuerte sobre sus hombros delgados. Mientras doblaba sábanas, escuchó a Mariana hablando por teléfono y riendo. Claro que no voy a llevar a esa vieja a ningún evento. Ya te imaginas la vergüenza.
Con esa ropa ridícula y su acento de rancho, me muero de pena. Las piernas de Rosario flaquearon, apretó la tela contra el pecho y regresó al cuarto sin decir palabra. Una vez más eligió el silencio. Esa noche Javier llegó tarde, traía flores para su esposa y apenas notó el rostro cansado de su madre. Mariana lo recibió con abrazos y sonrisas, actuando como la esposa perfecta.
Tu mamá pasó bien el día. preguntó él distraído. Claro, querido. Estuvo tranquila descansando. Lo que pasa es que no se cuida. A veces hasta rechaza la comida que preparo respondió Mariana sin titubear. Javier suspiró creyéndole, “Tengo que sacar tiempo para platicar más con ella.” Mariana sonrió satisfecha.
Mientras tanto, en el cuarto pequeño, Rosario lloraba bajito. Las lágrimas empapaban la almohada. Pero nadie escuchaba. En sus manos sostenía una foto vieja de Javier cuando era niño. Recordaba las noches en que lavaba ropa ajena, vendía tamales en la plaza y desvelaba cosciendo para asegurar el futuro de su hijo.
Había soportado tanto por él y ahora, en la casa que él había construido, vivía como una extraña. En el fondo, Rosario aún confiaba en que Javier era bueno. Estaba convencida de que si él supiera todo, jamás lo permitiría. Pero el miedo a ser un estorbo pesaba más. Así se callaba. Tragaba las lágrimas, tragaba las humillaciones, incluso la comida echada a perder, con tal de no provocar problemas.
Los días pasaban y el cuerpo de Rosario ya no podía ocultar el desgaste. La ropa le quedaba floja por la pérdida de peso. Las ojeras profundas delataban noches sin dormir. Aún así, mantenía una sonrisa discreta cuando su hijo llegaba a casa. No quería que notara nada. Una mañana, Mariana la encontró sentada en la mesa intentando remendar un trapo de cocina. “¿Para qué pierde el tiempo con eso?”, dijo burlona.
“Es mejor tirarlo y comprar otro.” Rosario bajó la mirada. Me gusta aprovechar lo que hay. No quiero gastar de más. Mariana rodó los ojos. Típico de pobre, siempre con ridiculeces. Las palabras la hirieron, pero Rosario guardó silencio como siempre. Al mediodía, Mariana dejó frente a ella un plato de arroz duro y carne reseca restos de dos días.
Para sí misma preparó ensalada fresca y pollo asado. Para Javier lo mejor estaba guardado. Coma, doña Rosario! Ordenó con frialdad. Cada día está más flaca. No quiero que le dé problemas a mi marido. La anciana tomó el tenedor con manos temblorosas. Apenas pudo masticar. El sabor amargo le provocó tos.
Llevó la mano al pecho sintiendo un dolor punzante. ¿Se siente mal? preguntó Mariana con tono irónico. Si quiere llamo a la ambulancia y le cuento a Javier que solo da problemas. Rosario respiró profundo, esforzándose por calmarse. No, ya pasará. Mariana sonrió satisfecha. Así está mejor. Por la tarde, Rosario salió al patio a tender ropa.
El sol abrazaba quemando su piel fina. Las piernas le temblaban y el sudor corría por su rostro. De pronto, todo se volvió oscuro. Su cuerpo no resistió más. Cayó sobre el pasto. Inconsciente. La trabajadora doméstica que acababa de llegar corrió hacia ella. “Doña Rosario”, gritó levantándola con dificultad.
“Vamos adentro!” La recostó en el sofá y la abanicó con un trapo. Poco a poco, Rosario abrió los ojos. “No, no llames a Javier”, susurró débil. tiene tanto trabajo, no quiero preocuparlo. La muchacha se mordió los labios, nerviosa. Sabía que algo grave pasaba, pero también temía perder el empleo si hablaba de más. Esa noche, Javier llegó agotado. Encontró a su madre sentada en la poltrona pálida.
¿Está bien, mamá?, preguntó con preocupación. Ella sonrió débil. Sí, hijo, solo fue el calor. Desde el otro lado de la sala, Mariana intervino. Ya le dije, Javier, su mamá debería descansar más. Se inventa cosas que hacer y luego se siente mal. Él suspiró confiando una vez más, besó la frente de su madre y subió al cuarto.
Cuando la puerta se cerró, Mariana se acercó a la anciana. ¿Lo ve? Si Javier descubre que anda desmayándose, va a pensar que no puede quedarse aquí. Terminará en un asilo más rápido de lo que imagina. El corazón de Rosario se encogió. Las lágrimas le corrieron silenciosas. En el cuarto Javier no sabía nada. Pensaba que todo estaba bajo control.
Pero con cada día que pasaba, su madre se volvía más frágil y la crueldad de Mariana más evidente. Aquella noche, Rosario se acostó en su cama sencilla, abrazó una foto antigua de Javier cuando era niño y rezó bajito, pidiendo fuerzas para resistir otro día. No sabía hasta cuándo aguantaría. El domingo amaneció tranquilo en la mansión. Javier se levantó temprano, decidido a desayunar con su madre.
Bajó sin avisar, esperando sorprenderla. Al entrar en la cocina, la encontró sola calentando una ollita. “Mamá, ¿qué hace levantada tan temprano?”, preguntó sonriendo. Rosario se sobresaltó. Escondió la olla detrás de su espalda. “Nada, hijo, solo estaba calentando un poquito de comida.
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