Me prohibieron asistir al nacimiento de mi nieto, así que cuando me pidieron que pagara la factura médica de 10.000 dólares, les dije exactamente lo que pensaba.

El viaje en autobús había durado doce interminables horas, pero a Lucía no le importaban el dolor de espalda ni el cansancio acumulado en sus piernas de sesenta años.
En su regazo, apretaba con fuerza una bolsa de tela que contenía una manta, tejida a mano durante meses, de suave lana color crema, destinada a su primer nieto.

La emoción la hizo olvidar el hambre y la sed. Había esperado este momento desde que su hijo, Marcos, anunció que sería padre.

Al llegar al hospital de la ciudad, un edificio moderno y frío de cristal y acero, Lucía se alisó el cabello con el reflejo de las puertas automáticas y se dirigió a la recepción. El corazón le latía con fuerza.

Sin embargo, al llegar a la sala de espera de maternidad, su sonrisa se congeló. No vio a Marcos esperándola con los brazos abiertos. Lo vio al final del pasillo, paseándose de un lado a otro, frotándose nerviosamente la nuca.

Cuando Marcos la vio, no corrió hacia ella.

Se acercó lentamente, arrastrando los pies, con una expresión que Lucía conocía bien de cuando era niño y rompió un jarrón: culpa y miedo.

“¡Ella!”, exclamó, intentando ignorar su lenguaje corporal. “He venido lo más rápido que he podido. ¿Cómo están Elena y el bebé? ¿Puedo verlo ya?”

Marcos la detuvo, poniéndole una mano suave pero firme en el hombro, impidiéndole avanzar hacia la habitación 304, donde se oían risas y voces animadas.

“Mamá… espera”, dijo Marcos en voz baja, mirando la puerta cerrada como si temiera que alguien saliera. “Oye, esto es difícil. Elena está muy sensible. El parto fue largo y… bueno, ha pedido que solo su familia inmediata esté con ella ahora mismo”.
Lucía parpadeó, confundida. “Pero yo soy su familia, Marcos. Soy la abuela. He viajado doce horas. Solo quiero ver al bebé un minuto, darle esta manta y luego volveré al hotel”.

Marcos bajó la mirada, incapaz de mirar a su madre a los ojos. “Lo sé, mamá. Pero sus padres y hermanas están ahí dentro. Dice que se siente más cómoda con ellos”.

Hizo una pausa, respiró hondo y pronunció la frase que destrozaría algo dentro de Lucía para siempre: “No la presiones, mamá… por favor. La verdad es que nunca te ha querido cerca. Dice que la pones nerviosa”.

El mundo pareció detenerse

 

 

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