La mañana de Navidad comenzó como cualquier otra, tranquila y familiar, hasta que mi esposo abrió un regalo que le devolvió el pasado al instante. Lo que siguió cambió para siempre nuestra forma de vivir las fiestas.
Mi esposo, Greg, y yo habíamos construido una vida que se sentía sólida, una que no requería explicaciones. Tuvimos un hijo, y yo creía que la confianza era la base de todo lo que compartíamos. Esa creencia se mantuvo firme hasta un momento inesperado durante las fiestas, cuando el pasado de Greg reapareció repentinamente y lo cambió todo.
Tuvimos un hijo.
Greg y yo llevábamos doce años juntos. Con el tiempo, nuestras vidas se asentaron en un ritmo tan familiar que se sentía casi sagrado. Las listas de la compra vivían en la nevera, los rompecabezas a medio terminar se quedaban en la mesa del comedor y compartíamos chistes privados que nadie más entendería jamás.
Nuestros días estaban llenos de tazas de café encajadas entre los asientos del coche durante las carreras escolares, cenas de cumpleaños en el mismo restaurante italiano que habíamos visitado durante una década y alguna que otra salida nocturna espontánea cuando lográbamos escapar del ajetreo de la semana laboral. Nuestro mayor debate del domingo era si hacer panqueques o waffles.
Greg y yo llevábamos 12 años juntos.
No éramos llamativos ni dramáticos. Pero éramos constantes, y siempre pensé que la constancia era algo especial.
Nuestra hija, Lila, tenía once años. Tenía el corazón tierno de Greg y mi confianza. Todavía creía en Santa Claus, o tal vez creía en la magia de creer. Todos los años, escribía una nota de agradecimiento y la dejaba junto a las galletas.
La nota de este año decía: “Gracias por esforzarte tanto”. Me picaban los ojos.
Nuestra hija, Lila, tenía 11 años.
Continua en la siguiente pagina