MI ESPOSO VOLVÍA TODOS LOS DÍAS A LA MEDIANOCHE DEL BAR; AQUELLA NOCHE LE ROMPÍ EL TELÉFONO… Y TRES DÍAS DESPUÉS APARECIÓ UN BEBÉ EN NUESTRA PUERTA
Y entonces… sonrió.
Una sonrisa tranquila.
Humana.
El aire helado desapareció.
La pequeña se desvaneció lentamente, como polvo iluminado por los primeros rayos de sol.
En el papel, apareció la última frase:
“Gracias.”
Hugo cayó de rodillas y rompió a llorar.
Yo lo abracé, sintiendo por primera vez en años que algo cambiaba.
Que algo se limpiaba.
Aquella noche, Hugo me juró que no volvería a esconder nada.
Y cumplió.
Desde entonces, no pisa ningún bar después del trabajo.
Y aunque la experiencia fue aterradora…
A veces, cuando arrulla a nuestro hijo real —el que tuvimos un año después—, creo escuchar una vocecita lejana, contenta, acompañando el ritmo.
Como si la bebé… finalmente hubiera encontrado descanso.
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