Mi hermana se burló de mi vestido funerario “barato” delante de todos, llamándome una desgracia. No tenía ni idea de que el vestido valía treinta mil dólares, de que yo era la dueña de la marca de moda para la que ella modelaba, ni de que su carta de despido ya estaba firmada. Y en ese momento decidí que todos afrontarían las consecuencias.

“HÉLOISE”, dijo Daniel con voz serena, “es suya”.

Asintió en mi dirección.

La copa de champán de Victoria se le resbaló de las manos y se hizo añicos en el suelo. Se puso pálida, apenas con los labios formando las palabras:

“¿Tú… eres la dueña de HÉLOISE?”

“Yo la construí”, dije con suavidad. “Cada puntada. Cada campaña. Cada trabajo del que presumes”.

La sala se quedó en silencio. Los familiares miraban fijamente, los susurros se extendían como la pólvora. Incluso mi madre rondaba nerviosa, sin saber de qué lado ponerse.

Victoria se acercó más, con la voz temblorosa. “Planeaste esto. Esperaste para humillarme”.

“No”, respondí. “Te humillaste a ti misma. Simplemente dejé de protegerte”.

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