Dicen que las bodas unen a las familias, pero la mía casi nos destroza. Creí que el momento más doloroso sería ver a mi hija casarse con mi exmarido… hasta que mi hijo me llevó aparte y me reveló algo que lo puso todo patas arriba.
Nunca imaginé que viviría para ver a mi exmarido casarse con mi hija. Y, desde luego, nunca esperé que la verdad se desplomara el día de su boda —ofrecida por mi hijo, precisamente— de una forma tan pública que me hizo temblar las rodillas.
Pero empecemos por el principio, porque el final no tiene sentido sin él.
Me casé con mi primer marido, Mark, a los veinte años. No fue un romance fugaz ni una decisión impulsiva; era simplemente lo que se esperaba de nosotros. Veníamos de familias adineradas de clubes de campo en un pueblo donde la reputación importaba más que los sentimientos. Nuestras vidas ya estaban entrelazadas mucho antes de que pudiéramos opinar al respecto.
Nuestros padres vacacionaban juntos, asistían a galas benéficas juntos, se sentaban en las mismas tablas e intercambiaban tarjetas navideñas perfectamente preparadas, tomadas por fotógrafos profesionales. Incluso organizaron fiestas de compromiso antes de que nos comprometiéramos oficialmente. En retrospectiva, éramos figuras impecablemente vestidas, impulsadas por la obligación más que por la elección.
No fuimos imprudentes ni locamente enamorados.
Era lo que se esperaba de nosotros.
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