El sol brillaba con fuerza sobre las montañas de Jalisco, pero el viento fresco de la mañana todavía se colaba por las ventanas de la pequeña casa de adobe donde vivía Doña Lupita. Dentro, ella estaba muy ocupada doblando cuidadosamente su ropa. Sobre la cama tenía una maleta grande y dos cajas llenas de regalos: café de olla artesanal, barras de chocolate oaxaqueño, y ropa que ella misma había cosido para sus nietos.
Su sonrisa era tan amplia como el campo que la rodeaba. Por fin, después de varios años viviendo sola desde la muerte de su esposo, podría mudarse con su único hijo, Rodrigo, y la familia de este en Ciudad de México.
Rodrigo era un arquitecto muy exitoso, casado con Mariana, una mujer proveniente de una familia adinerada de Santa Fe. Desde hacía mucho, Doña Lupita soñaba con vivir cerca de ellos, sobre todo ahora que sus manos comenzaban a temblar y la vista ya no era la misma.
Un mes atrás, Rodrigo la había llamado por teléfono:
—Mamá, venda el terrenito que le dejó papá. Véngase a vivir con nosotros. La casa nueva es grande. Y de paso, también la invitamos a un viaje a Cancún. Será nuestro regalo de cumpleaños para usted.
Doña Lupita lloró de emoción. Sin pensarlo, vendió la parcela que había heredado de sus padres. El comprador, una empresa turística, la adquirió de inmediato para construir un complejo ecoturístico. ¿El precio? Ocho millones de pesos.
Rodrigo no sabía que el terreno valía tanto. Doña Lupita quería sorprenderlo.
—Le daré todo el dinero para que liquide la casa y para que mis nietos tengan futuro —susurró, guardando con cuidado el cheque dentro de su viejo monedero.
El día del viaje llegó. Muy temprano, Doña Lupita ya estaba en la terminal de autobuses rumbo a la capital. Llevaba un vestido floreado y un poco de maquillaje; quería verse presentable frente a su nuera, conocida por ser estricta y algo altiva. Mientras esperaba, no dejaba de ver las fotos de sus nietos.
—Pronto los veré… —murmuró feliz.
Entonces sonó su celular. Un mensaje de Rodrigo.
Al principio, ella sonrió. Pero cada palabra que leía iba arrancándole el alma. Las lágrimas se le acumularon, su respiración se volvió pesada, y sintió como si algo se rompiera dentro de su pecho.
El mensaje decía:
“Mamá, perdón. Ya estamos en el aeropuerto. No va a venir con nosotros. Mariana cree que es mejor que vayamos solos. Es una salida familiar, ¿sabe? Y en la casa también está todo muy justo. Tal vez no estaría cómoda con nuestro estilo de vida. Mejor regrésese. Le mando 5 mil para su despensa. Cuídese.”
El teléfono cayó al suelo.
—¿Por qué… por qué así? —sollozó.
La gente alrededor volteaba a verla. En cuestión de segundos, la mujer alegre de hace un rato se había convertido en una abuelita devastada.
“¿Salida familiar? ¿Y yo? ¿No soy familia?”
“¿La casa está justa? Pero sí cabe medio vecindario cuando organizan fiestas para los amigos de Mariana…”
Con el corazón destrozado, tomó su maleta. Quiso llamar a Rodrigo, pero su celular ya estaba apagado. Seguramente estaban volando muy felices, mientras ella era abandonada en la terminal como si no valiera nada.
Miró el monedero donde guardaba los ocho millones.
—Si no me necesitan… yo tampoco los necesito —dijo con firmeza.
En lugar de regresar a su pueblo, tomó un taxi.
—¿A dónde, señora?
—Al hotel más bonito de San Miguel de Allende.
Durante una semana, vivió como nunca antes: buenos restaurantes, paseos, un spa de lujo, ropa nueva. Pero el vacío seguía ahí, como un hueco difícil de ignorar.
Hasta que conoció a Doña Consuelo, una viuda dueña de un gran rancho de flores en Guanajuato. Coincidieron en el restaurante del hotel y se hicieron amigas rápidamente. Al escuchar la historia y el asunto del dinero, Doña Consuelo le dijo:
—Lupita, usted tiene manos buenas para las plantas. ¿Por qué no invierte conmigo y expandimos el rancho? Hágase mi socia.
Doña Lupita, sin planes y sin ganas de seguir malgastando el dinero, aceptó. Invirtió cinco millones en el proyecto y guardó los otros tres en el banco.
Un año después, el negocio florecía.
El “Rancho de Flores LC” se convirtió en proveedor de hoteles y eventos importantes en todo el país. Doña Lupita se transformó: elegante, segura, respetada; una mujer que había aprendido a renacer.
Mientras tanto, la vida en la Ciudad de México se complicaba para Rodrigo y Mariana.
Él perdió el empleo por recortes.
Ella cayó en deudas por culpa de las apuestas en línea.
La casa en Santa Fe estaba a punto de ser embargada.
Los niños, descuidados, comenzaban a tener problemas en la escuela.
—Rodrigo, haz algo ya —gritaba Mariana.
Desesperado, él recordó a su madre.
—¡Mi mamá! Su terreno… quizá aún lo tiene.
Fueron hasta Jalisco solo para descubrir que el terreno ahora era un lujoso complejo turístico.
—¿Y Doña Lupita? —preguntó Rodrigo.
—Ah, la señora vive en Guanajuato. Es socia de un rancho enorme de flores —respondió un guardia.
Desconcertados, viajaron para buscarla.
Al llegar al rancho, quedaron impactados por la belleza del lugar. Y allí, entre hileras interminables de flores, estaba Doña Lupita, dando instrucciones a los trabajadores. Se veía rejuvenecida.
—¡Mamá! —gritó Rodrigo corriendo hacia ella.
Ella volteó despacio. Vio a su hijo y a su nuera, desaliñados, preocupados, derrotados.
—¿Rodrigo? —saludó con calma.
—Mamá, necesitamos tu ayuda. Estamos en la ruina. ¿Podemos vivir aquí contigo? El lugar es grande…
Doña Lupita los miró con serenidad.
Recordó el mensaje.
Recordó el dolor.
—¿Vivir aquí? —repitió—. No creo que sea buena idea. Aquí el espacio es limitado, ¿sabes? Creo que es mejor que ustedes dos estén… solos. Para fortalecer su convivencia familiar en tiempos difíciles.
Rodrigo palideció. Era su propia frase.
La misma con la que la había echado a ella.
—Mamá… por favor… me equivoqué —dijo arrodillándose—. Perdóname.
—Ya te perdoné, hijo —respondió ella—. Pero no voy a permitir que vuelvan a lastimarme. ¿Dónde estaban cuando me necesitaban? Cuando ustedes tenían todo, me dejaron atrás. Y ahora que no tienen nada… ¿recién se acuerdan de mí?
—Pero sus nietos… ¡tienen hambre! —exclamó Mariana.
Doña Lupita los miró con firmeza.
—Mis nietos siempre tendrán un lugar aquí. Su educación y su futuro corren por mi cuenta. Pero ustedes dos… ya están grandes. Es hora de que aprendan a vivir sin depender de los demás.
—¡Mamá, no! —suplicó Rodrigo.
—Guardias —llamó Doña Lupita con suavidad—. Por favor acompáñenlos a la salida. Las flores no deben recibir estrés.
Y así, Rodrigo y Mariana se marcharon con las manos vacías.
Los niños se quedaron con Doña Lupita, quien los crió con amor, valores y estabilidad.
Rodrigo y Mariana, mientras tanto, vivieron años duros, cargando el peso del error que habían cometido al abandonar a quien más los había amado.
La historia nos recuerda que la vida da vueltas.
A veces, la persona que hoy te parece poca cosa es la misma que mañana podría tenderte la mano… o cerrarte la puerta.
Si tú fueras Doña Lupita…
¿habrías hecho lo mismo? ¿O les habrías dado otra oportunidad?
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