Lo miré por última vez. —Una vez me preguntaste por qué trabajaba tan duro. Porque nunca quise depender de alguien como tú.
La reunión terminó en completo silencio. Tariq se quedó para dar su declaración.
Esa misma noche, comenzaron las repercusiones. La oficina del jeque Abdullah emitió un comunicado rompiendo todo vínculo con los Almanzor: «violación fundamental de la integridad, incompatible con nuestros estándares». En cuestión de horas, sus contratos se rescindieron.
Richard cooperó plenamente; evitó cargos penales, pero su carrera había terminado. Blackstone se apresuró a desvincularse, proporcionándonos documentos que respaldaban nuestra reclamación.
Leila me llamó furiosa. «Vas a reunirte conmigo. Tenemos que resolver esto».
«En mi mundo, señora Almanzor, a eso le llamamos fraude», respondí en árabe. «Y la procesamos».
Su jadeo crepitó a través del auricular. «¿Hablas árabe?».
«Todo este tiempo», dije, y colgué.
Tres días después, Martinez Global recibió una oferta de acuerdo: los 200 millones completos, más los honorarios. Aceptamos. La victoria no fue solo numérica, sino moral. La historia circuló discretamente en círculos internacionales: una advertencia de que el silencio no debe confundirse con la ignorancia.
Una semana después, un mensajero entregó una carta manuscrita de Tariq.
«Tenías razón. Te utilicé. Te hice quedar como un tonto. Me convencí de que solo eran negocios. Me equivoqué. Mi familia lo ha perdido todo. Me voy de Boston. No espero tu perdón, pero quiero que sepas que me ganaste en mi propio terreno. Siempre has sido más inteligente de lo que creía».
Le saqué una foto a la carta para el archivo y luego la destruí. Siempre hay que documentar.
Tres semanas después, estaba de vuelta en el Damascus Rose: las mismas lámparas de araña, distinta compañía. El jeque Abdullah ofrecía una cena para celebrar la justicia y nuestra colaboración.
«Por Sophie Martinez», brindó, alternando entre árabe e inglés, «quien nos recordó que nunca hay que subestimar a una mujer silenciosa».