“Mis manos de 76 años sacaron un cuerpo atado del río. Estaba vivo… y era el millonario desaparecido que toda España buscaba. Lo que pasó después cambió mi destino para siempre.”
La ropa se me pegaba al cuerpo, el agua me escurría por la cara y mis rodillas golpeaban las piedras, pero no me detuve. “No he criado mi fuerza para rendirme ahora”, dije entre dientes. Cuando por fin alcancé el borde más seco, me dejé caer junto a él, respirando con dificultad. Observé el rostro del hombre y noté que tenía una herida profunda en la sien, probablemente producto de un golpe. Su piel estaba helada, las manos rígidas. Los labios morados.
Pensé que no podía dejarlo allí, que debía llevarlo a mi cabaña, aunque eso me costara lo poco que me quedaba de energía. Me puse de pie con esfuerzo, sujeté al hombre por los hombros y lo arrastré lentamente hasta mi casa, dejando tras de sí un rastro de agua y barro.
El camino era corto, pero esa distancia se me hizo eterna. Cada paso me dolía como si cargara el peso del mundo. El sol apenas comenzaba a calentar la tierra, pero yo sentía que el frío me había llegado hasta los huesos. “Si Dios me da fuerzas”, murmuré entre sollozos, “no dejaré que este hombre muera en mi puerta”.
Cuando llegué, lo recosté en el suelo junto al fogón apagado y busqué entre mis cosas una manta vieja. Lo cubrí con cuidado, frotándole los brazos para devolverle el calor. Encendí el fuego con manos temblorosas y observé cómo las primeras llamas iluminaban el rostro del desconocido. El brillo del fuego reveló detalles que antes no había notado.
Las manos finas, las uñas cuidadas, el reloj costoso que aún llevaba en la muñeca. “Este no es un hombre común”, dije en voz baja. “Algo en su presencia me resulta extraño, fuera de lugar”. Me arrodillé junto a él y volví a poner mi oído sobre el pecho. Escuché el débil ritmo del corazón, irregular, pero constante, y sentí una lágrima resbalar por mi mejilla.
Recordé a mi difunto marido, aquel hombre que también había peleado por respirar cuando la enfermedad lo vencía, y pensé que quizá este desconocido me había sido enviado para recordarme que todavía tenía un propósito en la vida. Me quedé observándolo largo rato sin moverme, mientras el fuego crepitaba y el viento silbaba afuera.
Finalmente, dije en voz baja: “No sé quién eres ni qué destino te ha traído hasta mí, pero mientras respires, te cuidaré”. Afuera, el río seguía su curso indiferente, llevando consigo el secreto del salto de una vida. Mientras, dentro de aquella cabaña, una anciana y un desconocido compartían el mismo aire, la misma fragilidad y un lazo invisible que acababa de nacer entre el peligro y la compasión.
Sentí que el peso del hombre era casi insoportable. Cada paso que daba me hacía doblarme un poco más, pero mi terquedad era más fuerte que el cansancio. La tierra húmeda se pegaba a mis pies y el aire frío parecía atravesarme los pulmones. El cuerpo del desconocido colgaba sin resistencia, inerte, mientras yo lo arrastraba con ambas manos, haciendo un esfuerzo que cualquier otra persona de mi edad habría considerado imposible.
Pensaba que tal vez me había vuelto loca, que no tenía sentido salvar a alguien que ni siquiera conocía, pero algo dentro de mi pecho me decía que ese acto tenía un propósito. Cuando por fin crucé el umbral de mi cabaña, el silencio del lugar me envolvió como un abrigo. El fuego que había encendido antes seguía crepitando con timidez, lanzando pequeñas sombras que bailaban sobre las paredes de adobe.
Empujé la puerta con el pie, dejando entrar una corriente de aire helado que hizo titilar las llamas. Coloqué al hombre en el suelo, cerca del fogón, y me dejé caer a su lado, respirando con dificultad. “Hacía años no sentía tanto cansancio y tanta vida al mismo tiempo”, pensé. Observé al desconocido con detenimiento. El rostro estaba pálido, la piel fría, las pestañas cubiertas de gotas de agua.
Le limpié el barro del cuello y noté que su respiración era débil, pero constante. Me incliné un poco más, acercando la oreja a su boca, y escuché un gemido ahogado, un susurro que no llegó a convertirse en palabra. Me apresuré a cubrirlo con una manta gruesa y remendada, una de las pocas que tenía. El hombre se estremeció bajo la tela, como si el alma intentara regresar a su cuerpo.
Fui hasta una repisa, tomé una olla vieja y la llené con agua del río que aún conservaba en un balde. La coloqué sobre el fuego y esperé en silencio a que empezara a hervir. Mientras tanto, lo observaba, intentando entender de dónde había salido ese extraño, qué historia traía en la piel, qué suerte o desgracia lo había llevado hasta ese río.
Cuando el agua comenzó a burbujear, añadí unas hojas secas de manzanilla que guardaba para los resfriados y vertí la infusión en una taza de losa. Me arrodillé a su lado y con suavidad acerqué el líquido caliente a sus labios. Él intentó abrir los ojos, pero la luz del fuego lo cegó por un momento. Murmuró algo ininteligible y le dije con calma: “No hable, tome un poco de té. Lo ayudará a entrar en calor”.
El hombre bebió a medias, temblando, y luego se recostó de nuevo. Después de un silencio prolongado, sus labios se movieron y dijo con voz ronca: “No recuerdo nada”. Lo miré con cautela, preguntándome si mentía o si realmente había perdido la memoria. Repitió: “No sé quién soy. Todo lo que siento es un miedo profundo y un vacío en la cabeza, como si alguien hubiera borrado mi vida con un trapo húmedo”.
Lo escuché en silencio, sin interrumpirlo, y luego le dije: “No se preocupe. El recuerdo siempre regresa cuando el alma lo necesita”. Él giró el rostro hacia mí y me observó por primera vez con atención. En su mirada había un brillo de desconfianza, pero también de alivio. Me preguntó con voz débil: “¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?”.
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Y yo respondí: “Mi nombre es Amalia Torres. Vivo sola junto al río. Ha tenido suerte de que la corriente lo arrastrara hasta este punto, porque un poco más abajo las aguas se vuelven mortales”. El hombre cerró los ojos, como si procesara aquella información, y murmuró: “No merecía haber sido salvado”.
Lo interrumpí: “Nadie merece morir así, atado como un animal y abandonado a su suerte”. El fuego crepitó con más fuerza, iluminando nuestros rostros. Me levanté con lentitud, fui hasta una silla y me senté frente a él, con la mirada fija en las llamas. Pensaba que la presencia de ese hombre había cambiado algo en el aire, algo que no podía explicar.
Durante unos minutos no hablamos, solo se escuchaba el chisporroteo del fuego y el sonido lejano del río. Cuando me levanté para acomodar la manta sobre él, noté algo extraño en su ropa. Las telas estaban rasgadas, cubiertas de barro, pero debajo del cuello asomaba una cadena de oro fina, casi imperceptible. La aparté con cuidado y descubrí un reloj costoso en su muñeca, de esos que no se ven en manos pobres.
Mis ojos se abrieron un poco más al notar también un anillo dorado en uno de sus dedos. Lo tomé con delicadeza, acercándolo al fuego para verlo mejor. En la parte interior estaban grabadas tres letras: RDM. Fruncí el ceño. “RDM”, dije en voz baja. “Estas iniciales significan algo. Pueden ser su nombre. Quizá Ricardo, quizá Roberto…”. No lo sabía, pero el misterio me inquietó.
El hombre abrió los ojos al escuchar mi voz y preguntó: “¿Qué dice?”. Respondí: “Nada. Solo hablaba con Dios para pedirle que no le quitara la vida”. Él trató de incorporarse, pero su cuerpo no le obedecía. Dijo que sentía un dolor fuerte en la cabeza, que el frío se le metía en los huesos.
Le coloqué un paño caliente en la frente y le dije que descansara, que mañana sería otro día. Sin embargo, yo no podía dejar de pensar en esas letras. RDM giraban en mi mente como una campana que no deja de sonar. Había escuchado algo parecido en la radio del pueblo semanas atrás, un nombre, una noticia, pero no lograba recordarlo.
Mientras lo observaba dormido, con el rostro iluminado por la luz del fuego, sentí una punzada de compasión y otra de miedo. No era un campesino, eso estaba claro. Su piel, su forma de hablar, el reloj, el anillo… todo indicaba que pertenecía a otro mundo, uno al que yo jamás había tenido acceso. “Tal vez mi destino se ha cruzado con el de un hombre peligroso”, pensé. Por un instante, pensé en ir a avisar al sargento Vargas, de la Guardia Civil del pueblo vecino, pero luego recordé las palabras que mi difunto esposo solía repetir: “Nunca lleves al poder los secretos que el río te entrega, Amalia. Porque el río sabe a quién salvar y a quién condenar”.
Esa noche, me quedé sentada junto al fuego, mirando el cuerpo del desconocido mientras la lluvia comenzaba a golpear el techo de chapa. Cada gota sonaba como un reloj que marcaba el paso del tiempo.
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