Sin decirle nada a mi marido, fui a la tumba de su primera esposa para pedirle perdón, pero en el momento en que vi la foto en su lápida, me quedé paralizada.
Su lápida.
Su nombre.
El mismo cabello claro.
La misma mandíbula.
La misma sonrisa.
La misma expresión tranquila, casi tímida, casi dulce.
Me temblaron las rodillas.
El mundo se encogió a mi alrededor.
Se me hizo un nudo en la garganta que no podía tragar.
Me miraba a mí misma.
O mejor dicho, miraba a alguien que podría haber sido mi gemela.
De repente, la tensión en la voz de Caleb adquirió un significado que me aterrorizó.
No le temía a sus recuerdos.
Le daba miedo que la viera.
Porque verla significaba comprender algo que no debía cuestionar.
Las preguntas que nadie quería oír.
Me quedé paralizada un buen rato.
Coches pasaban a lo lejos por la sinuosa carretera, pájaros se movían entre los árboles, y el mundo seguía su curso… pero dentro, todo se había detenido.
¿Por qué no quería que viniera?
¿Por qué nunca me había enseñado una foto de ella?
¿Por qué cambiaba de tema cada vez que le hacía una pregunta?
Entonces me obligué a irme, aunque me temblaba todo el cuerpo.
Y esa noche, cuando Caleb me preguntó si estaba bien, mentí.
“Estoy bien. Hice algunas compras”.
Me besó en la frente.
“Bien. Te ves cansada”.
“Apenas dormí”.
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