Solo por comerse un pedazo del pollo de nuestro nieto, mi hijo y su esposa nos encerraron a mi esposo y a mí en el almacén del sótano del garage.

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Cuando el ladrillo cayó, reveló un pequeño hueco oscuro. De allí, Ricardo sacó una bolsa de tela marrón, desgastada por los años, atada con una cuerda.

Colocó la bolsa sobre el piso de cemento, con las manos temblando.

Carmen susurró:
“¿Qué has guardado aquí por treinta y nueve años?”

Él inhaló profundo, como si tuviera que reunir todo el valor de su vida:
“Es lo que me convirtió en un hombre silencioso y paciente… hasta el punto de permitir que nuestro hijo me tratara así hoy.”

Abrió la bolsa. Un olor a papel antiguo se escapó. Dentro había fotos en blanco y negro, algunas cartas con tinta desvaída y una pulsera de bebé.

Carmen se quedó paralizada:
“¿De quién…?”

La voz de Ricardo se quebró:
“De nuestro primer hijo.”

El corazón de Carmen se apretó.
“¿Tú… siempre dijiste que había fallecido al nacer… el doctor dijo…”

Él negó con la cabeza, con lágrimas recorriendo sus arrugas:
“No. No murió. Yo… permití que se lo llevaran.”

Carmen abrió los ojos, incrédula.
“¿Por qué hiciste algo así?”

Don Ricardo cubrió su rostro con ambas manos, temblando:
“En esos tiempos éramos muy pobres… estaba ahogado en deudas por un error estúpido. Me amenazaron… decían que si no entregaba al bebé, podían hacerle daño a Carmen y a él. Firmé los papeles pensando que algún día lo encontraría… pero las pistas se perdieron. Treinta y nueve años… viví con una culpa que me consumía.”

Carmen rompió a llorar. Su llanto resonó en todo el almacén, ahogado y angustioso.

De repente, desde la planta alta, se oyó el portón abrirse—Eduardo e Isabel regresaban.

Don Ricardo tomó la mano de Carmen:

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