“Te daré cien millones si puedes abrir la caja fuerte”, se rió el multimillonario, hasta que el hijo descalzo de la señora de la limpieza dio una respuesta que silenció la sala.
La gente a la que nunca le importó
“¿Entiende siquiera lo que significa esa cantidad?”, dijo Michael Hargreaves, socio inversor principal, sin dejar de reír.
“Probablemente piense que un millón son como cien dólares”, añadió otro hombre.
A Arthur le gustaba más esta parte. No el dinero, sino el control.
La caja fuerte estaba detrás de él: acero importado, cerraduras biométricas, un panel digital que brillaba tenuemente. Había costado más de lo que la mujer que tenía delante ganaría en toda su vida.
“Tranquilo”, dijo Arthur, agitando la mano. “Es educativo”.
El niño lo miró en silencio.
La mujer finalmente habló, con voz apenas audible.
“Señor… por favor. Nos vamos. Mi hijo no tocará nada”.
La sonrisa de Arthur se desvaneció.
“No te di permiso para hablar.”
La sala quedó en silencio.
La mujer retrocedió un paso, apretándose contra la pared. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Llevaba siete años trabajando allí. Él nunca le había preguntado su nombre.
La pregunta que cambió el tono
Arthur se agachó frente al chico.
“Sabes leer, ¿verdad?”
“Sí, señor.”
“¿Y sabes contar?”
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