Un conductor de autobús escolar ve todos los días a una niña escondiendo algo; lo que encuentra debajo de su asiento lo deja sin palabras…
Remisión confirmada. Continúe el seguimiento.
Debajo, con su letra en bucle:
“Gracias por no apartar la mirada”.
Manuel tragó saliva con dificultad. No sabía cómo describir la sensación que lo invadía: algo cálido, algo parecido a un propósito.
El último día de clases, Lucía se detuvo en la escalerilla del autobús y se dio la vuelta. La luz del sol se reflejaba en sus pantalones cortos, volviendo a crecer el pelo.
“Fuiste la primera persona que me vio”, susurró. “De verdad me vio”.
Manuel la vio caminar hacia el coche de su tía, riendo por primera vez. Sus manos aferraron el volante, no por tensión, sino por asombro.
Tras años de agravio, la vida le había dado silenciosamente una razón para seguir adelante, no a través de grandes milagros, sino a través de una chica asustada que descubrió que no tenía por qué desaparecer.
Y cada tarde, cuando el autobús se quedaba en silencio y una luz dorada llenaba los asientos vacíos, Manuel miraba la foto que ella le había dado —una instantánea de la ceremonia de toque de campana en el hospital— pegada a la altura de los ojos:
Un recordatorio de que, a veces, la vida que salvas no siempre es la tuya.
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