Un millonario afligido visitaba las tumbas de sus hijas todos los sábados, hasta que una niña pobre señaló las lápidas y susurró: “Señor… viven en mi calle”.

Organizó un funeral tan grandioso que parecía grotesco.
Ataúdes blancos demasiado pequeños.
Tantas flores que la iglesia olía a jardín florido.
Gente llorando por todas partes.

Y enterró a sus hijas creyendo que nunca volvería a oír sus voces.

La niña que desmintió la mentira
Dos años después, un sábado tranquilo como cualquier otro, Michael estaba limpiando el polvo de las lápidas cuando oyó una voz tímida detrás de él.

“Señor… disculpe… ¿señor?”

Se giró bruscamente, irritado por la interrupción.

Una niña menuda, delgada, con ropa descolorida y zapatos destrozados, estaba de pie, con las manos entrelazadas, nerviosa.

“¿Qué pasa?”, preguntó, con más dureza de la que pretendía.

Ella se estremeció, pero no echó a correr.

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