Durante la mayor parte de su vida adulta, Leonardo Ortega fue la viva imagen del éxito.
Antes de cumplir cincuenta años, era dueño de una de las cadenas hoteleras más influyentes del país. Sus casas eran lujosas, sus autos envidiables y sus cuentas bancarias rebosantes. Los demás creían que Leonardo llevaba una vida impecable. Pero bajo esa apariencia pulcra se escondía un vacío que arrastraba desde la infancia: la añoranza de la madre que nunca conoció.
Cada vez que preguntaba por ella de niño, recibía la misma respuesta: «Tus padres murieron en un terrible accidente. Mejor no pensar en ello».
Las palabras provenían de su tía Ramona, la mujer que lo crio después de la tragedia. La mujer en la que confiaba plenamente.
Una tarde lluviosa de viernes, ansiando algo significativo más allá de las reuniones de negocios y los eventos sociales que llenaban sus días, Leonardo le pidió a su secretaria que buscara una residencia de ancianos abandonada donde pudiera hacer una donación. Quería hacer algo bueno, algo humano.
Así fue como terminó en el número 19 de San Felipe, una residencia vieja con pintura descascarada y olor a humedad. Su plan era simple: entregar un cheque, tomar una foto rápida para los registros de la organización benéfica corporativa e irse.
Pero en cuanto entró, algo cambió.
La residencia era desoladora: paredes agrietadas, sillones rotos, residentes mayores con la mirada perdida en televisores parpadeantes. Y entonces, cerca de una ventana sucia, la vio.
Una mujer frágil, con el pelo blanco enredado, estaba sentada desplomada en una silla de ruedas, con la mirada perdida en lo más profundo de su mente. No había nada extraordinario en su apariencia, pero algo en su rostro le oprimió el pecho.
Se acercó.
Cuando la mujer se levantó la gasa, sus ojos nublados brillaron con un extraño y leve reconocimiento. Leonardo, normalmente tranquilo y sereno, sintió que le temblaban las manos. El director le informó que se llamaba Carmen, una residente de larga estancia sin familiares registrados y con muy pocos recuerdos de su pasado.
Todo en Leonardo insistía en que se marchara. Pero no podía. Algo en su interior le susurraba que aquella mujer no era una desconocida.
Se agachó ante ella. Lentamente, Carmen levantó una mano temblorosa y le tocó la mejilla: una caricia suave y vacilante, familiar de una manera que él no podía explicar.
Entonces murmuró una palabra.
Un nombre.
Un nombre que solo usaban quienes lo querían:
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