Una anciana fue a limpiar el pozo abandonado de la granja y encontró una escalera que nadie debería haber visto.
“Esta hacienda es demasiado grande para un hombre solo”, dijo. “Usted es una mujer buena, honesta y valiente. Me gustaría que se quedara… como mi esposa”. Maria se sorprendió. ¿Casarse a los 63 años? “No tiene que ser por amor”, se apresuró a decir él. “Puede ser por compañía. Yo le doy casa y dignidad. Usted me da compañía. Podemos tener paz juntos”. Maria pensó en la alternativa: volver a la miseria y la soledad. “Acepto”, dijo simplemente.
Se casaron una semana después, en una ceremonia sencilla. La vida de Maria cambió. Ya no era una empleada, sino una esposa. Tenía un lugar en la mesa, una voz en las decisiones y, por primera vez en años, dignidad.
Lentamente, aquel matrimonio de conveniencia se transformó en algo más. Gestos pequeños, largas conversaciones al atardecer, manos que se encontraban. No era la pasión de la juventud, sino algo más sólido: compañerismo, respeto y, finalmente, un amor maduro, nacido del sufrimiento compartido.
Joaquim selló el pozo para siempre. “Las personas fueron recordadas”, dijo. “El resto puede quedar enterrado”.
Pasaron diez años. Maria, ahora de 73 años, y Joaquim, de 68, estaban sentados en la galería. “¿Sabes lo que pienso a veces?”, dijo Joaquim, tomando la mano arrugada de Maria. “Que todo aquel mal que hizo mi abuelo, escondido en el fondo de la tierra, de alguna forma terminó trayendo algo bueno. Terminó trayéndote a mi vida”. Maria apretó su mano. “No fue el mal, Joaquim. Fue Dios, usando la verdad para arreglar las cosas. Esas personas merecían ser recordadas, y nosotros… nosotros merecíamos una segunda oportunidad”. “Te amo, Maria das Dores”, dijo él, con los ojos brillantes. “Sé que comenzó como un acuerdo, pero se convirtió en verdad”. “Yo también te amo, Joaquim”, sonrió ella. “Y agradezco todos los días haber descendido a ese pozo”.
Cuando Maria falleció a los 81 años, Joaquim la enterró en un rincón especial de la hacienda, con vista a los campos que ella amaba. Él la siguió tres años después. Los nietos de Maria heredaron la hacienda y mantuvieron viva la memoria de su abuela, la mujer que, a los 63 años y sin nada en el mundo, descendió por una escalera secreta y encontró no solo un terrible secreto, sino también una segunda oportunidad para vivir.
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