“Una joven de 20 años estaba enamorada de un hombre mayor de 40. El día en que lo llevó a casa para presentárselo a su familia, su madre, al verlo, corrió a abrazarlo con fuerza… y resulta que él era nada menos que…”

—¡Dios mío… eres tú! —exclamó—. ¡Santiago!

May be an image of one or more people, makeup and text

El aire se volvió pesado. Me quedé helada, sin comprender nada. Mi madre seguía abrazándolo, llorando y temblando. Santiago parecía atónito, su mirada perdida, como si no pudiera creer lo que veía.

—¿Eres… Thalía? —balbuceó con la voz ronca.

Mi madre levantó la cabeza y asintió con fuerza:
—¡Sí… eres tú! ¡Dios mío, después de más de veinte años aún estás viva, aún aquí!

Mi corazón latía con fuerza.
—¿Mamá… conoces a Santiago?

Ambos me miraron. Ninguno decía nada por unos segundos. Luego mi madre se secó las lágrimas y se sentó:
—Lina… debo decirte la verdad. Cuando era joven, yo amaba a un hombre llamado Santiago… y este es él.

El silencio llenó la sala. Miré a Santiago, su rostro pálido y confuso. Mi madre continuó, con voz temblorosa:
—Cuando yo estudiaba en un colegio técnico en Guadalajara, él recién había terminado la universidad. Nos amábamos mucho, pero mis abuelos no aprobaban nuestra relación; decían que él no tenía futuro. Después… Santiago sufrió un accidente y perdimos todo contacto. Pensé que había muerto…

Santiago suspiró, con las manos temblorosas:
—No te olvidé ni un solo día, Thalía. Cuando desperté en el hospital, estaba lejos y no tenía forma de contactarte. Regresé, pero supe que ya habías tenido una hija… y no me atreví a acercarme.

Sentí que mi mundo se derrumbaba. Cada palabra desgarraba mi corazón.
—Entonces… mi hija… —dije sin aliento.

Mi madre me miró, con la voz rota:
—Lina… eres hija de Santiago.

El silencio era absoluto. Solo escuchaba el viento meciendo los árboles del jardín. Santiago retrocedió un paso, los ojos enrojecidos, las manos caídas.

—No… no puede ser… —susurró—. Yo no…

Todo mi mundo se sentía vacío. El hombre que amaba, el que creí mi destino… resultó ser mi padre.

Mi madre me abrazó, llorando:
—Lo siento… nunca imaginé…

No dije nada. Solo dejé que las lágrimas cayeran, saladas y amargas como el destino.

Ese día, los tres nos sentamos por largo tiempo. Ya no era una presentación de novio, sino la reunión de almas perdidas durante más de veinte años.

Y yo… hija que encontraba a su padre y perdía su primer amor, solo pude permanecer en silencio, dejando que las lágrimas siguieran cayendo.

⏬ Continua en la siguiente pagina ⏬

Leave a Comment