Vivo sola… Entonces, ¿por qué mi vecino escuchaba voces en mi casa todas las tardes?
Un escalofrío me recorrió. —¿De dónde sacaste una llave de mi casa? Tragó saliva y luego respondió con una simplicidad devastadora. —De tu padre. —Mi padre murió cuando yo tenía diecinueve años —dije, con la lámpara aún apretada en mi mano. Adrián asintió. —Lo sé. —Entonces, ¿cómo te dio una llave? Exhaló lentamente y se sentó en el borde de la cama, sin mostrar rastro de miedo. —Porque él también era mi padre.
Por un momento, las palabras no calaron. Parecían imposibles, como una pieza de rompecabezas de la caja equivocada. Lo miré fijamente, esperando sarcasmo o alguna señal de que deliraba. Pero su expresión permaneció firme. —Estás mintiendo —dije con firmeza. —No lo hago. —Abrió la caja azul que había tomado antes—. Tu padre dejó esto. Quería que lo encontraras algún día.
Dentro había cartas viejas, gastadas y amarillentas, todas con la letra de mi padre. Abrí la primera. No estaba dirigida a mi madre, sino a una mujer llamada Elena. Mientras leía, se me oprimió el pecho. La siguiente carta revelaba más: una relación oculta, un hijo, una vida que mi padre había compartimentado y ocultado de nosotros. Un hijo llamado Adrián Keller.
—¿Por qué no me lo dijo? —susurré. Adrián se encogió de hombros con una extraña suavidad. —Tal vez quería proteger a tu madre. O protegerte a ti. Las familias se complican. Hizo lo que pensó que tenía que hacer. —¿Pero por qué venir aquí ahora? ¿Por qué colarte en mi casa? Se frotó la frente. —No se suponía que fuera así. Hace seis meses perdí mi trabajo. Mi apartamento se volvió inseguro. No tenía a dónde ir. Me comuniqué con parientes, pero nadie creyó mi historia. Esta casa… era lo más cercano que me quedaba de él.
Traté de absorber sus palabras. Nada de eso excusaba lo que había hecho, pero la desesperación en su voz era real. —Podrías haber hablado conmigo —dije. Adrián soltó una risa hueca. —¿Aparecer en tu puerta y decir: “Oye, soy tu hermano que nunca supiste que existía”? No pensé que me creerías.
Nos sentamos en un tenso silencio. La ira que hervía dentro de mí se transformó lentamente en confusión, dolor y una extraña empatía renuente. —No puedes quedarte en mi casa —dije finalmente. —Lo sé. —Pero tampoco tienes que desaparecer. —Tragué saliva—. Si estás diciendo la verdad, quiero saber. Sobre él. Sobre todo.
Los ojos de Adrián se suavizaron. Esa mirada cautelosa y endurecida que había tenido desde que lo vi por primera vez finalmente se rompió. —Me gustaría eso —dijo en voz baja.
Y así hablamos: sobre nuestro padre, sobre nuestra infancia, sobre los extraños caminos paralelos de nuestras vidas. No borró el miedo ni la violación a mi privacidad. Pero reveló algo inesperado. No un intruso. Un hermano. Alguien que había estado solo durante demasiado tiempo, igual que yo.
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