El amanecer caía lento sobre mi pequeño pueblo, San Isidro, y el sol, todavía tímido, apenas rozaba la superficie del río que serpenteaba detrás de las colinas. A mis 76 años, me desperté antes de que el primer gallo cantara, como lo hacía cada día desde hacía más de medio siglo. Mis manos, curtidas y agrietadas, parecían hechas de la misma tierra que pisaba.
Cada arruga hablaba de años de trabajo, de silencios, de esperanzas que nunca se cumplieron. Vivía sola en una cabaña de adobe con techo de chapa oxidada y paredes que crujían con el viento. La pobreza se había convertido en una compañera silenciosa, no como castigo, sino como destino. Nunca me quejaba, nunca pedía nada, porque yo, Amalia Torres, había aprendido que en la vida uno sobrevive no con lo que tiene, sino con lo que soporta.
Aquella mañana el aire olía a humedad y a leña vieja. El río murmuraba con un sonido suave, como si hablara consigo mismo. Caminé hasta la orilla con mi balde de metal, los pies descalzos hundiéndose en el barro frío. Me incliné con lentitud para recoger agua y suspiré. “Ni los santos recuerdan ya este lugar”, dije en voz baja.
Observé mi reflejo distorsionado en el agua y pensé que hacía años no me miraba con atención. Las arrugas eran profundas, el cabello completamente blanco, pero mis ojos seguían vivos, llenos de una luz que se negaba a apagarse. Era la mirada de una mujer que había visto demasiadas despedidas y ninguna promesa cumplida.
Mientras llenaba el balde, escuché el canto de un ave lejana y el sonido metálico de una lata que rodaba empujada por el viento. Me erguí y miré alrededor. El pueblo todavía dormía. Solo se oía el crujir de los árboles y el fluir constante del río. De pronto, un sonido seco rompió la calma: un golpe sordo que rebotó entre las piedras.
Fruncí el ceño, detuve el movimiento de mis manos y escuché con atención. Pensé que quizá era una rama que había caído o un animal que se había acercado a beber, pero el sonido volvió, esta vez acompañado de un gemido débil, casi humano. Mi corazón, acostumbrado a la monotonía del silencio, latió con fuerza.
Di unos pasos hacia delante mirando la corriente. La superficie del agua se movía con lentitud, reflejando destellos dorados del amanecer. De repente, algo oscuro flotó río abajo. Un bulto grande e irregular se balanceaba entre las olas. Sentí un escalofrío recorrerle la espalda. “El río nunca devuelve lo que se traga”, murmuré para mí.
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Sin embargo, mis pies comenzaron a avanzar sin que yo lo decidiera. Me acerqué más, hasta que el barro casi me hizo perder el equilibrio. El bulto se acercaba lentamente a la orilla y, en un momento de claridad, distinguí una forma humana. El cuerpo de un hombre, inmóvil, atado con cuerdas gruesas. Sentí que la garganta se me cerraba.
“Aquello no puede ser verdad”, dije, “tal vez mis ojos viejos me engañan”. Pero el río no mentía. El cuerpo se movía con el impulso de la corriente, chocando contra las piedras. Dejé el balde en el suelo y, sin pensarlo, comencé a caminar hacia el agua. El frío me mordió los pies, el aire se volvió denso.
Recordé la voz de mi difunto esposo, diciéndome que el río podía ser traicionero, pero en ese momento nada más importaba. “¡Resista!”, grité con desesperación, aunque el hombre no podía oírme. El agua me llegaba a las rodillas, luego a la cintura, y el peso de los años se hizo sentir, pero el miedo no me detuvo. Mis manos, endurecidas por el trabajo, se aferraron al cuerpo inerte.
Lo jalé con todas mis fuerzas, resbalando una y otra vez sobre las piedras húmedas. La corriente me empujaba, pero yo resistía, gruñendo con esfuerzo. Cuando al fin logré arrastrarlo hasta la orilla, caí de rodillas, jadeando. El cuerpo estaba frío, la piel pálida, el cabello pegado al rostro. Parecía muerto.
Toqué su cuello buscando un pulso y, para mi sorpresa, sentí un latido débil. “Dios todavía no lo ha reclamado”, dije en voz baja. Con manos temblorosas comencé a cortar las cuerdas con un cuchillo viejo que llevaba en el cinturón. Las sogas estaban tan apretadas que habían dejado marcas profundas en la piel. El hombre tenía heridas en los brazos y su respiración era apenas un suspiro.
Con el corazón golpeando en mi pecho, lo giré lentamente para que vomitara el agua que había tragado. Cuando vi que un hilo de agua y sangre salía de su boca, dije con alivio: “Está vivo”. Me quité el pañuelo de la cabeza y se lo coloqué en el pecho para intentar secarlo. El viento soplaba con fuerza y la bruma del río me envolvía como un velo.
El sol apenas comenzaba a levantarse, tiñendo de naranja el cielo. Pensé que hacía años no sentía algo así. Miedo y compasión, al mismo tiempo. Miré al hombre y me di cuenta de que no era un campesino ni un vagabundo. Sus manos eran finas, su ropa cara, aunque desgarrada.
“No entiendo qué hace alguien como él en un lugar como este”, dije para mí. Lo arrastré como pude hasta la entrada de mi cabaña. Cada paso era una batalla. El cuerpo pesaba y mis músculos viejos me dolían, pero no me detuve. Lo recosté en el suelo junto al fogón apagado y corrí a buscar una manta. Encendí el fuego con torpeza, las manos húmedas temblándome.
El humo llenó la habitación mezclándose con el olor del río. Me senté a su lado y observé el rostro del hombre. “Debe de tener unos 40 o 50 años”, dije en voz baja. Tenía la mandíbula marcada, la piel clara, las pestañas largas. Una cicatriz le cruzaba la ceja izquierda.
Cuando él respiró con dificultad, tomé un trapo y le limpié la frente. “No sé quién eres ni de dónde vienes”, murmuré, “pero nadie merece morir así”. Durante horas permanecí junto a él, cambiando paños, hablando sola, como si mis palabras pudieran mantenerlo con vida. En un momento creí verlo abrir los ojos, pero fue solo un reflejo del fuego.
Afuera, el sonido del río seguía constante, indiferente al drama que se desarrollaba en mi pequeña cabaña. Suspiré. “Aunque el mundo se haya olvidado de mí, no me permitiré olvidar a quien acabo de salvar”. Al caer la tarde, el hombre se movió levemente. Me incliné y lo escuché murmurar algo incomprensible.
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