“Mis manos de 76 años sacaron un cuerpo atado del río. Estaba vivo… y era el millonario desaparecido que toda España buscaba. Lo que pasó después cambió mi destino para siempre.”
Repitió con voz débil una frase entrecortada, como si pidiera perdón o ayuda. Le dije: “Descanse, está a salvo”. Por primera vez en muchos años, sentí que mi casa volvía a tener un propósito. Afuera, el cielo se teñía de violeta y el río seguía cantando su eterna canción, como si guardara el secreto de lo que acababa de ocurrir.
El agua estaba helada, tan helada que parecía tener vida propia, mordiendo mi piel con una furia que solo el invierno podía entender. Pero no lo pensé ni un instante. No hubo tiempo para medir consecuencias ni temores. Solo sentí el impulso visceral de lanzarme al río. Porque había un cuerpo humano luchando entre la corriente y el olvido.
Y aunque mis piernas viejas temblaban como ramas al viento, la fuerza que me empujaba venía de un lugar que ya no conocía de debilidades. “No puedo permitir que el río se lleve a otra alma”, dije entre jadeos. No después de tantas que ya había visto desaparecer sin que nadie moviera un dedo. La corriente me golpeó con violencia.
El agua me subió por el pecho y me empujó hacia atrás. Pero clavé los pies en el fondo lodoso y me aferré a mi propio coraje. Cada brazada era una pelea contra algo invisible, una batalla entre el cuerpo que se resistía y el corazón que no sabía rendirse. “¡Resista!”, grité con desesperación, aunque sabía que el hombre no podía oírme.
El agua me cortaba la piel como cuchillos de cristal y el frío me envolvía en un abrazo cruel, pero seguí adelante, movida por una energía que no venía de mis músculos, sino de mi alma. El río rugía, las piedras resbalaban, el viento me azotaba la cara y el barro se mezclaba con mi falda. Pero yo, Amalia, avanzaba sin mirar atrás.
Cuando por fin llegué hasta el cuerpo, lo tomé de los hombros, notando el peso muerto y el silencio que emanaba de él. “Todavía respira, no puede estar muerto”, pensé, y comencé a tirar con toda la fuerza que me quedaba. La corriente parecía burlarse, arrastrando al hombre de nuevo hacia el centro.
Pero me planté firme y grité: “¡No lo soltaré! ¡Si el río quiere llevárselo, tendrá que llevarme a mí también!”. Tiré con las manos entumecidas, sintiendo cómo los músculos me ardían, cómo la espalda me dolía como nunca antes. El cuerpo se movió lentamente, golpeando una piedra, y aproveché ese impulso para jalarlo hacia la orilla.
Cuando mis pies tocaron tierra firme, caí de rodillas, jadeando como si acabara de volver de la muerte. El hombre estaba pálido, con el rostro cubierto de barro, las ropas empapadas y los brazos marcados por cuerdas gruesas. Lo observé durante un instante que pareció eterno, intentando encontrar en su rostro alguna señal de vida.
Le toqué el cuello con los dedos temblorosos y sentí un pulso débil, casi imperceptible. Y en ese momento dije: “Mientras ese corazón siga latiendo, no permitiré que se apague”. Me incliné sobre él, intenté abrirle la boca para que expulsara el agua, pero el cuerpo apenas reaccionaba.
Mis manos, endurecidas por años de lavar ropa, se movían torpes, pero decididas, presionando el pecho del hombre, soplando aire entre sus labios fríos, rogando que Dios le devolviera el aliento. “No puedes morir”, dije en voz baja. “No después de haber luchado tanto para sacarte del río”. El tiempo se volvió lento.
El mundo se redujo al sonido de mis respiraciones, al fuego que ardía en mis pulmones y al silencio que seguía reinando en el cuerpo del desconocido. Una parte de mí pensó que quizá era demasiado tarde, que ningún esfuerzo podría revertir la voluntad del destino. Pero otra parte, la que nunca se había rendido ni siquiera cuando la vida me arrebató todo, se negó a aceptar esa idea.
Continué empujando el pecho del hombre una y otra vez, hasta que de pronto escuché un sonido áspero, un quejido, y vi que el cuerpo expulsaba agua por la boca. Retrocedí un poco, sorprendida. “Así es como suena la vida cuando se niega a morir”, dije. Lo tomé de nuevo entre mis brazos, apoyando su cabeza en mi regazo, y le hablé como si pudiera oírme, diciéndole que estaba a salvo, que ya había pasado lo peor, que el río no se lo llevaría.
El hombre abrió los ojos apenas por un segundo y noté en su mirada una mezcla de terror y confusión. Pero antes de poder decir algo, volvió a cerrar los párpados y cayó en un sueño profundo. Respiré hondo, mirando hacia el agua que seguía fluyendo como si nada hubiera ocurrido, y pensé que el río tenía memoria, que nunca olvidaba a quienes intentaban desafiarlo.
Mi cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por la emoción, por la adrenalina que todavía me mantenía de pie. Sabía que debía sacarlo de allí cuanto antes o el frío acabaría con él. Lo tomé de los brazos y comencé a arrastrarlo por el barro. Cada paso era una prueba de resistencia. Cada metro ganado era una victoria.
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