El sol caía sobre la elegante colonia de Chapultepec, Guadalajara, tiñendo de naranja los adoquines. Sofía, conocida en su círculo por su calma y su buen gusto, estaba organizando la cuna para el bebé. Con ocho meses de embarazo, su figura era la de una matrona imponente y serena.
De pronto, un estruendo metálico rompió la paz. En el portón de su hermosa casa apareció una camioneta negra. De ella bajó Karla, una mujer cuyo rostro duro contrastaba con el atuendo ajustado que llevaba. No venía sola: la acompañaban un paparazzo de espectáculos de bajo perfil y dos mujeres de apariencia ruda, sus “madrinas”.
“¡Sofía! ¡Sal, maldita! Se acabó tu teatrito de la esposa perfecta,” bramó Karla, sosteniendo en alto un megáfono.
Los vecinos —abogados, ingenieros, gente de renombre— empezaron a asomarse, atraídos por el escándalo que amenazaba la reputación del vecindario.
Sofía salió al patio. Su esposo, Fernando, un desarrollador inmobiliario exitoso y un desastre moral, no estaba.
Karla se acercó a la reja, mostrando una bolsa de terciopelo.
“Aquí tengo dos cosas: Un certificado de matrimonio (falso, por supuesto, pero que lo parece) y la máquina de peluquero. Fernando está harto de verte así de fea. Él me ama, y vamos a casarnos. Tú eliges: te corto el pelo como un maguey o firmas el divorcio y te vas de Guadalajara con tus manos vacías.”
Karla sacó la máquina y la encendió, produciendo un sonido amenazante.
La multitud se apretó. Todos esperaban que Sofía, una mujer conocida por sus obras de caridad y su voz suave, se derrumbara.
Sofía se puso de pie, su mano acariciaba el vientre de forma protectora. Miró a Karla, y a su séquito, con una calma que parecía sobrenatural.
“Karla,” dijo Sofía, su voz baja pero clara, “tienes derecho a sentirte molesta. Pero mi esposo y yo tenemos un acuerdo. Y en este momento, no estás en posición de negociar.”
“¿Acuerdo?” se burló Karla. “Tu ‘acuerdo’ huele a tequila rancio. ¡10 minutos, Sofía! O te rapo aquí mismo y el video se va a las redes sociales. ¡Elige!”
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