Cuando la amante de mi esposo quedó embarazada, toda la familia de mi suegra me pidió que abandonara la casa. Yo simplemente sonreí y dije una sola frase… y las caras de los seis presentes se desmoronaron de inmediato.

Y solté la frase que destruyó el alma de todos:

—El bebé… podría no ser tuyo, Adrián.

Silencio helado.
Ni el ruido de una respiración.

Ariana se quedó con la boca abierta.
Jimena parecía a punto de desmayarse.
Hasta Don Ernesto se quedó inmóvil.

—¿Qué… qué quieres decir? —balbuceó Adrián.

—Quiero decir —respondí sin titubear— que antes de acusarme, antes de echarme de mi propia casa, debieron pensar en las consecuencias de tu traición. Y… no confirmaré la paternidad hasta después del divorcio.

—¿D-divorcio? —tartamudeó Doña Lidia.

—Así es.

—Pero tu bebé… —insistió.

—Si no es de Adrián —dije con calma— ustedes habrán perdido a su nuera, su dignidad y su paz… por nada.

Parecían ver el mundo derrumbarse.

Ariana, intentando recomponerse, murmuró:

—Entonces… ¿tú fuiste la que engañó?

La miré despacio.

—No. Jamás he engañado. Pero no voy a permitir que me arrinconen sin defenderme. Si él es o no el padre… ya no es asunto de ustedes.

Adrián dio un paso hacia mí.

—Marifer… por favor… podemos arreglarlo…

Retrocedí un paso.

—No hay nada que arreglar. Tú elegiste hace mucho.

Tomé mi bolso. Antes de salir de la sala, añadí:

—Ah, y una última cosa.

Sus rostros estaban agotados.

 

 

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