Después de mi primer divorcio, traje a mi pequeña a casa y prometí protegerla pase lo que pase.
Tres años después, conocí a Evan Brooks, un hombre amable y gentil que, como yo, sabía lo que se sentía la soledad.
Era tranquilo y estable, y nunca hizo que mi hija se sintiera indeseada.
Pensé que, después de tantas tormentas, mi pequeña y yo por fin habíamos encontrado la paz.
Solo con fines ilustrativos.
Algo andaba mal.
Mi hija, Emma, cumplió siete años este año. Siempre ha tenido problemas para dormir: se despertaba llorando, a veces mojaba la cama, a veces gritaba sin motivo.
Pensé que simplemente extrañaba tener un padre. Así que cuando Evan llegó a nuestras vidas, creí que las cosas mejorarían.
Pero no fue así.
Emma seguía llorando mientras dormía. A veces, cuando miraba fijamente a lo lejos, sus ojos parecían distantes, casi angustiados.
Entonces, el mes pasado, empecé a notar algo extraño.
Todas las noches, alrededor de la medianoche, Evan se levantaba silenciosamente de nuestra cama. Cuando le pregunté, simplemente dijo:
“Me duele la espalda, cariño. El sofá del salón me alivia”.
Le creí.
Pero unas noches después, al levantarme a buscar agua, vi que no estaba en el sofá.
Estaba en la habitación de Emma.
La puerta estaba entreabierta, y una suave luz nocturna naranja se filtraba por ella.
Estaba tumbado a su lado, con el brazo sobre sus hombros.
Me quedé paralizada.
“¿Por qué duermes aquí?”, susurré con brusquedad.
Levantó la vista, tranquilo pero cansado.
“Estaba llorando otra vez. Vine a consolarla y debí de quedarme dormida”.
Parecía creíble, pero dentro de mí, algo se tensó: un temor silencioso e inquietante, como el aire antes de una tormenta.
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