El millonario anciano de 70 años nunca imaginó que la joven que llegó a limpiar su casa terminaría encendiendo su corazón. Ella, una mujer sencilla y herida por la vida, jamás pensó que en los ojos de un hombre mayor encontraría ternura, respeto y amor verdadero. Y él, que ya no creía en los milagros, descubriría que el amor no tiene edad. La mansión Santa María estaba llena de cosas. pero vacía de vida. Cada mueble, cada cuadro, cada retrato enmarcado en oro guardaba polvo y recuerdos.
Allí, en medio del lujo, vivía don León Santa María, un hombre de 70 años que lo había tenido todo, menos paz. Durante más de dos décadas, su única compañía había sido el eco de su propio bastón sobre los pisos de mármol. Viudo desde hacía 20 años, con un hijo que apenas lo llamaba por obligación y amigos que solo existían cuando había negocios de por medio, león se había convertido en un fantasma de sí mismo, elegante, correcto, temido, pero completamente solo.
Cada mañana se levantaba antes del amanecer, tomaba café sin azúcar porque el azúcar mata y se sentaba frente al ventanal a mirar los jacarandás del jardín florecer sin que a nadie le importara. Tenía el dinero suficiente para comprar cualquier cosa, menos aquello que un día había perdido, la risa de su esposa. Desde su muerte nada volvió a tener color. Sus empleados lo respetaban, pero evitaban cruzar su camino. Nadie quería soportar su silencio ni su mirada cortante, hasta que una mañana de marzo, la rutina del viejo millonario cambió para siempre.
La puerta de servicio se abrió y una mujer entró con una maleta pequeña, un delantal blanco y una carpeta de papeles doblados. Lucía Campos, 30 años morena, de ojos grandes y voz suave. No tenía más que su honestidad y la esperanza de un trabajo estable. Venía recomendada por una vecina del barrio donde vivía, un lugar modesto, lleno de risas, gritos de niños y el aroma a pan recién hecho. Nada que ver con el silencio helado de aquella mansión.
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