El Millonario Anciano De 70 Años Jamás Pensó… Que Su Empleada Le Haría Sentir Como A Los Veinte…
No photo description available.
Nadie había dicho esa palabra en mucho tiempo. Feliza, dijo él bajando el tono. Se llamaba Clara. Tenía una sonrisa muy bonita murmuró Lucía limpiando el marco con cuidado. A veces basta una sonrisa así para que una casa entera se sienta viva. Y se fue sin esperar respuesta. León se quedó mirando la puerta por donde ella había salido con una sensación nueva en el pecho. No sabía si era enojo o nostalgia. Los días pasaron y algo imperceptible empezó a cambiar en la mansión.
El mayordomo notó que león hablaba más. Los pasillos, antes silenciosos, comenzaron a oler a pan recién horneado y el piano del salón, cubierto de polvo por años fue limpiado. Lucía no tocaba las teclas, pero cada mañana pasaba la mano sobre ellas como si las despertara. Una tarde, mientras el sol se filtraba por las cortinas, León la encontró sentada en el piano en silencio, con los ojos cerrados. “¿Sabe tocar?”, preguntó él. No, pero me gusta escucharlo. Mi abuela decía que el piano guarda los recuerdos de quién lo amó.
León se acercó despacio, casi sin darse cuenta. Yo lo toqué hace años, susurró. Entonces debería volver a hacerlo respondió ella sin abrir los ojos. Aquella frase cayó como un rayo en medio de su vida gris. Esa noche, por primera vez en dos décadas, León se sentó frente al piano y presionó una tecla. El sonido fue débil, desafinado, pero suficiente para llenar la casa con algo que no se escuchaba hacía mucho, emoción. Y sin entender por qué, pensó en ella, en la joven del delantal blanco que no bajaba la cabeza, que no fingía, que hablaba con el alma.
Desde ese momento, sin proponérselo, el viejo millonario comenzó a esperar el sonido de sus pasos cada mañana. Y aunque aún no lo sabía, Lucía Campos no solo había entrado a limpiar su casa, había entrado a limpiar su corazón. Antes de continuar con esta historia de corazón y pasión, suscríbete, deja tu me gusta y comenta la palabra etern. Así sabré que eres parte de esta comunidad que cree en el amor verdadero y hace posible que sigamos contando romances que llegan directo al corazón.
Desde aquel primer día en que Lucía Campos cruzó las puertas de la mansión Santa María, algo invisible comenzó a moverse en ese lugar donde antes todo era rutina. Don León, que durante años había tratado a sus empleados como parte del mobiliario, ahora los observaba con cierta curiosidad, aunque no lo admitiera, pero en realidad no eran ellos, era ella. Lucía tenía una forma distinta de existir. Caminaba sin hacer ruido, pero su presencia se sentía. No buscaba agradar ni impresionar, no hablaba de más.
Pero cuando lo hacía, elegía las palabras justas con esa dulzura que no se aprende, que solo nace de haber sufrido sin perder la fe. Una mañana, mientras ella limpiaba la biblioteca, León entró sin anunciarse. “Debería tener cuidado”, dijo al verla sobre una pequeña escalera, alcanzando los estantes más altos. Si se cae, no habrá quien la levante. Lucía sonrió sin mirarlo. No se preocupe, señor. Estoy acostumbrada a caer y a levantarme sola. León se quedó en silencio. Esa frase tan simple y tan profunda le atravesó el pecho.
No era una mujer sumisa ni altiva, era algo distinto. Era digna. Durante los días siguientes, el viejo comenzó a buscar excusas para cruzarse con ella. Preguntaba por la comida, por las flores, por el clima, cualquier cosa con tal de escuchar su voz. Pero Lucía, ajena a sus cambios, seguía cumpliendo su trabajo con la misma serenidad que al principio. Una tarde, mientras el sol tenía el salón de tonos dorados, Lucía se acercó con una bandeja de té. León estaba sentado leyendo el periódico como siempre.
¿Quiere azúcar, señor? No, el azúcar mata. A veces, respondió ella con una leve sonrisa, un poco de dulzura puede salvar una vida. León levantó la vista sorprendido por su atrevimiento, pero antes de que pudiera responder, Lucía ya se había ido. Esa noche el hombre no pudo dormir. Se descubrió recordando su voz, su manera tranquila de hablar, su mirada firme. No era deseo lo que sentía, era una especie de admiración que no entendía. Sin embargo, no todos en la mansión veían con buenos ojos la presencia de Lucía.
Una mañana llegó en un auto negro Beatriz Santa María, sobrina del Millonario. Tenía 35 años, elegante, calculadora, con esa sonrisa que parece amable, pero esconde veneno. Hacía años que no visitaba a su tío, pero al enterarse de la nueva empleada decidió aparecer. “Tío querido”, dijo abrazándolo con falsedad. Qué gusto verte. Me dijeron que contrataste ayuda nueva. ¿Otra muchacha más? Sí, se llama Lucía. Lucía, repitió con un tono de desprecio. Suena humilde. Cuando la conoció, Beatriz la examinó de pies a cabeza.
Lucía vestía sencillo, sin joyas, sin maquillaje, con el cabello recogido. “Así que tú eres la nueva. Espero que sepas quién manda aquí”, le dijo en voz baja apenas sonriendo. Lucía no respondió, solo la miró con serenidad. “Yo solo obedezco a quien me paga, señora.” Esa respuesta bastó para encender la hostilidad. Beatriz no soportaba que alguien de condición humilde no se sintiera inferior. Durante los días siguientes, la sobrina comenzó a envenenar el ambiente. Le insinuaba a León que la muchacha no era de fiar, que seguramente tenía algún interés oculto.
Pero cada vez que él veía a Lucía trabajando bajo el sol, con las manos llenas de polvo y el rostro cubierto de sudor, algo dentro de él se revelaba. Esa mujer no buscaba nada más que ganarse la vida con dignidad. Un día, mientras Lucía limpiaba el comedor, Beatriz entró acompañada de dos amigas de la alta sociedad. Entre risas comenzaron a comentar su apariencia. Mira nada más, parece sacada de una telenovela de barrio. Ay, Beatriz, ¿no te da miedo que te robe la vajilla?
Lucía escuchó todo sin decir una palabra. Terminó de limpiar y se marchó. Pero león, que había presenciado la escena desde el pasillo, apretó el bastón con fuerza. No dijo nada, pero por dentro ardía. Esa noche buscó a Lucía en el jardín. Ella estaba sentada en un banco mirando las estrellas con los ojos brillosos. No debía permitir eso, dijo él con voz grave. No se preocupe, señor. Estoy bien. No, no está bien. Lucía lo miró con calma. No me duele lo que digan.
Me dolería convertirme en alguien como ellas. León bajó la mirada. En ese instante comprendió que no estaba frente a una sirvienta más. Estaba frente a una mujer que había aprendido a resistir sin volverse amarga. Desde esa noche, el viejo millonario comenzó a defenderla sin darse cuenta. Cuando Beatriz criticaba, él cambiaba de tema. Cuando alguien hacía una broma cruel, él se retiraba. Sin embargo, algo más profundo estaba ocurriendo dentro de él. El corazón que creía petrificado empezaba a latir de nuevo.
Continua en la siguiente pagina