El sol caía con fuerza sobre el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México cuando aterrizó el avión en el que venía Damián, un empresario de 35 años que había construido su fortuna desde cero. Tenía cadenas de restaurantes y inversiones inmobiliarias en Monterrey y Dubai. Tras cinco años de trabajo ininterrumpido, por fin regresaba a su país.
Nadie sabía que volvería ese día. Su intención era sorprender a su esposa, Lupita, y también a su madre, Doña Pura, junto con sus dos hermanos, quienes vivían con Lupita en la enorme hacienda que él había mandado construir en Jalisco.
Mientras viajaba hacia la hacienda en una camioneta de lujo, Damián sostenía una pequeña caja que guardaba un collar de diamantes para su esposa.
—Mi amor, por fin. Ya estaremos juntos de nuevo… —susurró para sí.
Lupita era una mujer sencilla que había estado con él mucho antes de que se volviera millonario. Nunca lo abandonó, incluso cuando él apenas podía pagar la renta. Por eso, cuando prosperó, prometió darle lo mejor. Había dejado la administración de la casa y del dinero en manos de su madre y de su hermana Celia, quienes siempre le decían que Lupita era “muy ingenua con el dinero” y que era mejor que ellas se hicieran cargo.
Damián, confiando en su familia, aceptó.
Al llegar a la hacienda, quedó impresionado: el portón recién pintado, dos camionetas nuevas y un carro deportivo estacionados en la entrada. De adentro salía música norteña a todo volumen.
—Parece que hay fiesta… —pensó.
El guardia nuevo casi no lo deja pasar, pero después de una llamada al jefe de seguridad, lo dejaron entrar.
Al abrir la puerta principal, lo recibió un enorme festejo con tema de feria mexicana. Mesas largas con barbacoa, carnitas, mariscos, cortes finos, y botellas de tequila y vino importado. Ahí estaban Doña Pura, llena de joyas; Celia y su esposo; y su hermano menor, Rodrigo, todos vestidos con ropa de diseñador, riendo y brindando.
—¡Salud por el envío de Damián! —gritó Rodrigo, levantando su copa.
Todos rieron.
Damián, oculto detrás de un gran florero, buscó a Lupita con la mirada. Esperaba verla en el centro, como la señora de la casa. Pero no estaba. Recorrió la sala, el segundo piso, la recámara principal. Nada.
Fue a la cocina. Tampoco. Solo el personal de catering.
—Disculpe —preguntó a un mesero—. ¿Dónde está Lupita, la dueña de la casa?
El mesero, creyendo que era un invitado, respondió:
—¿La señora Lupita? Ah… creo que está en la parte de atrás, en la cocina vieja. La mandaron a lavar las ollas la señora Celia.
Damián se quedó helado.
—¿Mandaron? ¿Lavar ollas? ¿Ella?
Caminó rápido hacia la parte trasera de la hacienda. En la cocina viejita, calurosa y mal iluminada, encontró una escena que lo partió en dos.
Lupita estaba sentada en un pequeño banquito, con una bata vieja, las manos arrugadas por tanto jabón, el cabello desordenado y el rostro cansado. Frente a ella, sobre una mesa rota, tenía su “comida”.
No barbacoa. No carnitas.
Continua en la siguiente pagina