Alexander Vance, el hombre que nunca le había temblado la mano a nadie, sintió que el mundo se desmoronaba bajo sus pies. La carta que Elara le había entregado no estaba escrita en un papel elegante, sino en una hoja arrugada de un cuaderno barato, y la letra era angustiada, apresurada. Era la confesión de su hermano menor, Miguel, escrita desde la prisión donde cumplía una condena por un crimen que no cometió.
Las primeras líneas decían:
“Hermana, si estás leyendo esto, es porque no pudo conseguir el dinero para el abogado. No te culpo. Sé que hiciste todo lo posible. Por favor, cuéntale a mamá la verdad: yo no robé ese dinero. El verdadero culpable es el sobrino de Alexander Vance, el joven Eric Vance. Él me tendió una trampa porque me negué a ser su chivo expiatorio en su negocio sucio. Pero quién nos va a creer a nosotros, pobres, en contra de la palabra de un Vance…”
La sangre se le heló a Alexander. Eric, su propio sobrino, a quien había protegido y financiado una y otra vez, era el responsable de arruinar la vida de un inocente y, por consecuencia, de sumir en la desesperación a la única mujer que le había hecho sentir algo real. De repente, todas las piezas encajaron. La tristeza profunda en los ojos de Elara, su desprecio instintivo hacia su riqueza, su negativa a ser comprada… No era orgullo ciego. Era la dignidad de alguien que había sido aplastada por su propia familia.
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